SEGUNDA PARTE
1.
Una mirada en distorsión hacía un
recorrido por alrededor. Un vaso vacío sobre la mesa junto a una botella de
vino tinto a medio acabar. El salón decadente, oscuro, decorado con muebles
viejos de épocas perdidas en la memoria; papel de flores en las paredes, olor a
cerrado, a casa vieja, a muerto; todo marchito pero limpio. James estaba
sentado en un sillón de color verde oscuro, bajo la luz macilenta de una
lámpara de pie. Al lado del vaso vacío y la botella de su vicio, un cuaderno a
medio escribir y una pluma. En su rostro hundido, ruinoso y triste como todo su
entorno, una mueca de amargura lo inunda.
Se movió y con un pequeño impulso echó
su cuerpo hacia delante, llevándose las manos a la cara. Parecía que lloraba,
aunque más en su atormentado interior. Luego vertió el vino en el vaso, hasta
el mismo borde, y lo bebió de un solo trago inclinando la cabeza para detrás a
medida que lo pasaba por la garganta.
Sonó el teléfono.
James se levantó con desgana, de lo profundo
del sillón, y se acercó para atenderlo.
–¿Sí?
¿Dígame?
–¿James?
–preguntó una voz de mujer.
–Sí.
¿Quién es? –dijo extrañado, pues no tenía ninguna mujer ni nadie que lo llamara.
–Soy Exex.
Repentinamente
su cara se iluminó de una alegría imprecisa, y, con el corazón en un vuelco por
la sorpresa, sostenía el auricular tembloroso por los nervios. ¡Por fin se
decidió a llamar y sólo habían transcurrido cinco días! Esto marcha, pensó.
–Necesito
verle –dijo Exex, con cierta inquietud.
–¿Cuándo?
–Ahora.
–Estaré encantado… ¿Dónde nos vemos?
–No
sé, donde sea –respondió.
–Puede
venir aquí, a mi casa –propuso James, después de dudar por unos segundos, con
el atrevimiento que le daba no estar del todo en sus cabales por efecto del
alcohol.
–Muy
bien… De acuerdo –aceptó Exex.
–Entonces,
venga al 144 de la 153nd. street, en el Bronx, al piso segundo letra F.
–Ahora mismo voy para allá –y colgó sin decir
una palabra más.
James
se quedó pasmado con el auricular en la oreja, como si no creyera del todo lo
sucedido. Suponía que la conversación iría para más, aunque, de todas formas,
por lo menos ella iba a su encuentro. Se sentía mejor por eso, pero el miedo y
la inseguridad le desbordaban. Colgó el teléfono. Las manos las tenía empapadas
de sudor.
Recogió la botella, el vaso, y guardó en un
cajón del viejo aparador la libreta con sus escritos, no sin antes arrancar
unas cuantas hojas que tiró a la basura.
Fue al baño y se miró en el espejo,
apoyándose con ambas manos sobre el lavabo. Se observaba largo y tendido,
haciendo gestos con los ojos entornados, ensayando guiños y frases hechas, comportándose
tal como no era. Tras un rato, no muy satisfecho, salió hacia el salón donde
empezó a caminar impaciente de un lado para otro, arrastrando los pies por las
desgastadas baldosas. Paró un momento para sonarse la nariz y luego regresó al
baño, esta vez para perfumarse. Abrió el armarito, sacó un frasco de colonia
azulada, marca Brummel, y se perfumó profusamente. Olía fatal.
Otra vez en el salón continuó con su
arrastrar de pies por el suelo, de un lado para otro. Respiraba hondo,
expulsaba el aire con lentitud, no podía controlar los nervios. Su alteración
era tal que le entraban ganas de orinar. Iba y venía del baño. Se acercó al
frigorífico y le metió un tremendo lingotazo a una botella. Tenía que armarse
de valor. Respiraba hondo y exhalaba. Se calmó por un momento, pero su visión
era más borrosa. Daba igual, sabía controlar ese detalle, llevaba tantos años
metido en la bebida como para no estar acostumbrado, además, tres litros eran poco
para él, lo pasaba mal a partir de los seis, cuando perdía la conciencia y más
tarde deliraba sin acordarse de lo que hubiera sucedido. También solía pasarlo
mal, y peor aún, cuando su sangre estaba limpia de todo rastro de alcohol.
El
espejo del baño volvía a reflejar gestos, poses ridículas, y era testigo de la
inseguridad emocional de un hombre realmente acabado. Era James Khan,
desastroso solterón y mediocre burócrata de ventanilla.
Por fin sonó el timbre y corrió torpemente
para abrir, tratando de que no se oyeran los pisotones desde afuera. Abrió la
puerta y su corazón palpitaba con una fuerza desconocida.
–¡Hola, Exex!... Pase, pase…
Ella
entró sin decir palabra y James cerró la puerta dando un portazo sin querer.
–¡Oh! ¡Esta puerta! –exclamó tratando de
excusarse–. La engrasé el otro día… Pero bueno, aquí… aquí puede sentirse como si
estuviera en su casa –agregó, entrecortado por los nervios.
Exex,
sin quitarse el abrigo de cuero negro, se sentó en el sofá después de dejar la
maleta a un lado de la puerta. Miraba el lugar y su bigote casi se sobrecogía
de ver tan decadente espectáculo.
–¿Qué
le pasa? La veo preocupada –preguntó James, tragando saliva por la tensión, a la
vez que se le acrecentaban las ganas de mear.
–Sucedió
algo inesperado… Necesito quedarme en su casa por unos días –fueron sus
primeras palabras.
James se sentó frente a ella, en otro
sillón, quedando ambos separados por una mesita baja.
–Dígame… ¿Qué es lo que le pasa?
Exex, sin poder evitarlo, rompió a llorar de
improviso. No había sido capaz de digerir lo sucedido con O’Kelly, ya fuera por
su juventud o porque de algún modo sentía ahogarse dentro de un mar de
remordimientos, de una culpa que sobrepasaba cualquier previsión. Todo le salió
mal desde que llegó a Nueva York, su relación fallida con los hombres y cierto
rechazo que sufrió en su entorno laboral tras el suceso con Belmont y su muerte
inesperada. El destino, sin duda, no le había acompañado y se sentía indefensa
ante una inmensidad que se veía imposibilitada de dominar, y ésa fue,
precisamente, la razón por la que decidió marcar un número que días antes le
dieron en la puerta de un supermercado, pues aquel hombre le pareció, en
contraste con O’Kelly, un verdadero trozo de pan.
–¡He
matado a un hombre! –confesó motivada por la angustia y la preocupación–. ¡He
matado a un hombre! ¡Necesito que me ayude! –y lloraba, incontenible, como una
chiquilla.
James se acercó hacia ella y la abrazó, de
una manera paternal que le hizo olvidarse por unos instantes de sus ganas de
orinar.
–Cálmate,
estoy aquí, yo te cuidaré, no te preocupes –dijo, ya tuteándola.
–¡Me tiene que ayudar! ¡Me tiene que ayudar!
Decía destrozada entre sollozos, creyendo
que la idea de haber acudido en busca de un desconocido fue la salida más
viable, pues en verdad no se le ocurrió nada mejor. Pensó que podría estar unos
días en su casa hasta decidir qué hacer con su vida, hasta que lograra calmarse
para ver la realidad desde otra perspectiva. Y es que todo le salió así, sin
ser meditado, con la secuencia de unos acontecimientos que la llevaron a tomar
tal determinación, aunque fuera un tanto precipitada.
Le contó a James, nerviosa y sufriente,
la historia de los últimos días, dándole una breve visión panorámica de sus
preocupaciones, del abismo inmenso que sentía bajo los pies, la locura en que
se había convertido su vida a partir del asesinato de Ives Belmont, mientras
que James la escuchó, con todo y con eso, al borde del otro abismo que suponía
su vejiga urinaria a punto de estallar.
–No te preocupes, te comprendo, te ayudaré,
haré todo lo que pueda por ti. Te puedes quedar aquí todo el tiempo que desees
–trató de calmarla.
–Gracias
James –dijo ella, abrazándole con fuerza en señal de agradecimiento, presión
que provocó que a James se le mojaran levemente los pantalones con un poco de
pis.
–No…
no tienes por qué darlas –dijo, entrecortado, a la vez que se levantaba
tratando de ocultar con sus manos la parte húmeda–. Espera un momento, tengo
que ir al baño…
Y
salió corriendo con la urgencia, pero no le dio tiempo pues se meó parcialmente
encima antes de sacar su pene encogido frente a la taza del wáter. Entonces se
sintió doblemente aliviado, pues, aparte de librarse de la necesidad
fisiológica y presión del bajo vientre, ella viviría en su casa, cuando no le
importaban lo más mínimo los problemas que pudiera tener, en contraposición a
la magnitud de que en su casa estuviera, además de la señora que un par de
veces a la semana le hacía la limpieza, toda una mujer a su alcance e
influencia. Pero ahora, después de mear, y aún sosteniendo entre las manos lo
que le dio la naturaleza, no llegó a olvidarse, a pesar de su estado etílico,
que debía cambiarse los calzoncillos y el pantalón meados, y caminó con sigilo
hasta su habitación.
Al final, Exex ocupó una habitación contigua
a la de James, pues él, que se moría de ganas de acostarse con ella, no tuvo el
valor de ofrecerle la suya. Eran su timidez e inseguridad, y no la prudencia,
las que frenaban sus deseos y le hacían ver como todo un caballero, cuando en
el fondo deseaba hacer algo que nunca había hecho con una mujer.
Entre destellos de gracia
la mediocridad se hace mayoría. ¡Pobre Humanidad! (Friedrich Von Günter)
2.
Exex no durmió bien, le pesaba la
muerte de O’Kelly, su violación hipnótica, y tuvo pesadillas. Una vez despertó
se sintió mejor, pues ya no debía enfrentar los fantasmas que le asaltaban en
sueños. Yo no soy culpable, yo soy la víctima, se repetía en una terapia de auto
convencimiento cuando valoraba hasta qué punto era un asesinato justificable,
cuando tan sólo se excedió en un arrebato impulsivo, movida por el rencor, y
aunque él mereciera la muerte no era plausible estar a su nivel. Esta idea la
atormentaba, pues ella había sido, al contrario que con Belmont, el motor
directo de la acción, la mano ejecutora, a pesar de que en un principio no
quería vengarse como lo hizo; pero cuando se vio con el secador de pelo
encendido en la mano, y en el espejo el reflejo de O’Kelly bañándose tan
tranquilo, le surgió una idea súbita que le pareció magistral, y así lo hizo
sin detenerse a pensar en la conveniencia de un acto de tal magnitud. Pero
ahora debía hacer lo que fuera para olvidarlo y empezar, otra vez, de nuevo.
Estaba en el punto de partida y establecer un paréntesis con el pasado
inmediato era lo más recomendable, para que los ideales de independencia que la
motivaron a iniciar su aventura neoyorquina no se fuesen al traste. Y luego, al
final, en el último lugar de sus preocupaciones, se preguntaba qué pensaría
James de ella.
Pero James en lo único que pensaba,
nada más, era en un par de tetas y en la silueta preciosa de aquella mujer
bigotuda, que un día conoció en un supermercado y estaba deseando llevarse a la
cama para que su mediocre vida tomara otro vuelo. Sabía perfectamente lo casual
de tal circunstancia, pero en el fondo creía merecerla por haber tenido el
atrevimiento de acercarse a ella, de establecer ese contacto nada fortuito que
más tarde desencadenó algo concreto, pues si bien se habían producido una serie
de hechos fatales para Exex, que la llevaron a tomar una determinada decisión,
al final todo se decantó en un encuentro por una voluntad coincidente. Así
James auspiciaba mucho más, una evolución de acuerdo a sus deseos, al saberse
con el derecho de por lo menos intentarlo, de conquistar el corazón de Exex y poseer
su cuerpo. Y así se mentalizó desde que entró por la puerta, desde que la vio
hundida y desmoralizada entre sus remordimientos y sus llantos, cuando pudo
comprobar lo indefensa que se encontraba, y no dudó, desde ese instante, en
dedicarse de lleno a esa tarea. Y se levantó como siempre para ir a trabajar,
pero esta vez un poco más temprano, con el propósito de preparar el desayuno y
llevárselo a la cama, para tener un detalle y de paso estar frente a ella, para
verla en su intimidad detrás de las sábanas en una situación más comprometida.
Unos golpecitos sonaron en la puerta de la
habitación de Exex…
–¿Sí?
–preguntó ella.
–Soy
James… Te traigo el desayuno.
–Pase,
pase…
–¡Buenos
días!
Dijo
James al abrir la puerta y entrar. Llevaba sobre una bandeja de formica marrón
un vaso de leche caliente, unas tostadas con mermelada de ciruelas y unos
huevos revueltos con jamón. El desayuno parecía exquisito y su aroma se elevaba
en el aire.
–¡Oh!
¡Huele muy rico!... Gracias James, es usted muy amable.
–Amable
no –contestó James con una sonrisa–, tú lo mereces.
Y dejó la bandeja sobre las rodillas de Exex,
que ya se había medio incorporado. Ahora, nada más despertar, se veía
verdaderamente preciosa, con un camisón azul claro donde se marcaban de manera
puntiaguda sus pequeños pechos, tensando la tela brillante. Sus hombros pálidos
y descubiertos, de curvatura suave, desprendían reflejos satinados a la luz del
amanecer que se filtraba por entre los visillos de la ventana, y su cara
aparecía, tras el descanso, como la misma porcelana de la china imperial, sin
ninguna arruga que la alterara, con el pelo despeinado en la cabeza, de antojo
gracioso, que combinaba con aquel prominente bigote, travieso entre tanta
hermosura.
–¡Qué
buena pinta tiene! –exclamó Exex con satisfacción.
–Gracias,
gracias… ¡Y buen provecho!
Exex
empezó a comer, mientras él la observaba sentado en un extremo de la cama,
relamiéndose ante tan privilegiado espectáculo, sintiendo ya una incipiente
erección entre sus piernas.
–Ummm… ¡Qué ricas tostadas!
A James casi se le caía la baba al mirar los
ojos de Exex, su piel, aquellos picudos bultos que tanto le excitaban.
–Cuando
las cosas se hacen con cariño, siempre salen bien…
–James,
es usted muy amable.
–Por favor Exex –le dijo con deferencia–, te
pediría que mejor me tutearas, pues me haces sentir mayor.
–¡Oh! Perdona… Lo que tú quieras –dijo,
mostrando su blanca dentadura detrás de una sonrisa bigoteril.
–Eso
está mucho mejor… –hizo una pausa y añadió lamentándose–: Ahora me tengo que ir
a trabajar y regresaré por la tarde. Si viene una señora no te asustes, es la
que limpia; ya sabe que estás aquí.
–Muy bien, no te preocupes –asintió Exex.
–Bueno,
ya me voy… Ya sabes que estás en tu casa…
En ese instante James pensó en darle un
beso, aunque fuera en la mejilla, pero no se atrevió, y Exex le sonrió y se fue
sin más.
Transcurrida media hora apareció la
señora de la limpieza, mujer entrada en años que se vestía con pésimo gusto,
con ropa comprada en almacenes de ocasión y con un peinado que hacía juego con
toda su imagen de auténtica “doña decadente”, tal como si la hubieran sacado de
un viejo armario con olor a naftalina. Su cara no tenía ningún rasgo que la hiciera
especialmente agradable, pero a Exex, nada más verla, se le hizo familiar.
–Buenos
días –saludó Exex, ataviada todavía con camisón, cuando estaba en el baño ya
casi dispuesta para ducharse.
–Buenos…
Correspondió ella mirándola de arriba abajo,
sin ningún disimulo, al parecer con la intención de hacer un curioso
reconocimiento. Llegó a pensar que era mucha mujer para James, cuando Exex se
acordó, al tenerla ahí delante, en esa mirada contemplativa de mutua
inspección, a quién le recordaba, pues era igualita a Isabel II de Inglaterra.
La asistenta no perdió un segundo, mientras
Exex se duchaba, para entrar en su dormitorio e ir directa a curiosear y ver la
ropa de esa rara mujer bigotuda que James había metido en casa. Cogía los
vestidos y los alzaba para examinarlos, frente a la luz de la ventana, con el
oído siempre atento para no ser sorprendida en tan indiscreta conducta. ¡Cómo
le gustaba mirar lo ajeno! Sentía un placer extraño en ello, cierta emoción malsana
de cotilla profesional, un momento álgido dentro de la vulgaridad de una mujer
madura y solterona que, tras unos minutos y una vez saciada su curiosidad,
volvió a colocarlo todo cuidadosamente en su lugar. Se sorprendió de que James
tuviera tal señorita hospedada en casa, más cuando siempre había estado solo y las
relaciones con las mujeres nunca se le habían dado bien, pues parecía bastante
torpe en dicha materia.
Y
ésta era, precisamente, una de las causas de la inclinación de James por la
bebida, su incapacidad funcional para conseguir una mujer o tan siquiera
despertar algún interés, de ir más allá de una primera cita, pues había algo en
él que las ahuyentaba, ya fuera su sola imagen de tristeza o su físico de
presencia nada espectacular, cuando en contrapartida casi siempre tenía
apetencias por mujeres de belleza extraordinaria, las que suponían, sin duda,
un sueño inalcanzable para él. En alguna ocasión también lo había intentado con
otras más normales, pero el resultado fue de igual modo un fracaso, sin llegar,
por supuesto, al rechazo insultante con el que reaccionaban las primeras. Ésa
era su realidad con el sexo opuesto, habiendo renunciado, por miedo a las
enfermedades venéreas y por creerlo inmoral, el contratar los servicios de
alguna prostituta para romper con el abismo de la imposibilidad. Él necesitaba
alguien a quien amar, una mujer real para sustituir la que moraba en su
imaginación, y creía, por fin, tener con Exex la oportunidad que siempre había
deseado, la ocasión perfecta para materializar el anhelo más importante de su
vida. Pero también sabía que no sería fácil, por toda la dinámica anterior de
fracasos históricos que le restaban confianza en sí mismo, en la espera de esa oportunidad
que nunca llegaba, y ahora, que la tenía al alcance de la mano, en su propia
casa, la responsabilidad le sobrepasaba con un miedo terrible, de demostrarse
que era suficiente hombre para mantener a la preciosa Exex a su lado, sin
olvidar, claro está, la cuestión sexual, cuando se moría de ganas de suplir su
mano derecha por hacerlo con una mujer así.
Pero,
por encima de todo, se le hacía urgente romper con su círculo vicioso de
soledad y alcoholismo, donde por medio quedaban entrampados sus deseos sexuales,
en una combinación fatal que se erigía con detectables signos de enfermedad
mental, de no poder superar esa dependencia, de no reconocerla en su verdadera
dimensión, porque James no era feliz y cualquier semejanza con ese estado era
siempre engañoso, con los temblores y la dilución del alcohol en la sangre, con
las sudoraciones y la distorsión de la mente dentro de una espiral que le
engullía hacia el desastre. James era un extraño para sí mismo, un amargado
ante la realidad de no hacer lo que le gustaba: estar día tras día detrás de un
mostrador al tanto de un trabajo burocrático, atendiendo gente, estampando
sellos, clasificando papeles y solicitudes, más lo relativo a una labor de
registro y recepción de documentos, aderezado todo con su ya consabida
inhabilidad para conseguir una mujer, cuando Exex caía, sin querer, bajo tan
deprimente influjo, esperando una ayuda de la que él estaba mucho más
necesitado.
El
fuego lo consume en la hoguera de su fracaso, cuando todavía espera que de las
grises nubes le llegue una lluvia salvadora. (Ferdinad Roussel)
3.
En un edificio gubernamental se
sucedían largas colas, de personas ordenadas dentro de una sala esperando
llegar ante una ventanilla, entre el infinito murmullo que resonaba en la
amplitud del lugar. Durante la espera la tensión se centraba en la espina
dorsal, en piernas y caderas, en las cansadas articulaciones del cuerpo como
tributo vejatorio ante las exigencias de la legalidad. ¡Esperar! En todo hay
que esperar, la vida es una auténtica espera, pocas cosas se dan instantáneas.
Hay que esperar para nacer y también para morir, en lo absoluto de nuestra
existencia estamos marcados por la espera, es lo normal; unos lo hacen
tranquilos, aunque la mayoría con nerviosismo, pero todos esperan: para entrar
al cine, para cruzar la calle, a tu pareja en algún lugar, al autobús, si conduces
frente al semáforo o en un atasco… Pero las peores esperas, sin duda, son las
que atañen a la legalidad institucional, como sacar certificados, permisos
oficiales, actas de nacimiento, defunción o matrimonio, y todo tipo de papeleos
que han de gestionarse delante de una ventanilla y ante un funcionario, por lo
general, insatisfecho de la vida, y ésa era, precisamente, la ocupación de
James como burócrata de ventanilla.
Tras una perforación con forma de arco en un
cristal, James ocupaba su lugar, sentado en una silla con las piernas encogidas,
por ocho horas y seis días a la semana…
–Buenos días –saludó un hombre que le entregó
unos impresos.
James los ojeó de mala gana, con aires de importancia
y autosuficiencia.
–Esto
está mal… Este impreso –le indicó James mostrando un papel de color rosa–, no
está bien cumplimentado, además, también necesita presentar una fotocopia del
mismo que hay que compulsar en la ventanilla segunda, y luego pasar a ésta para
sellarla de recibido y archivarla.
El buen hombre, triste y aturdido, recogió
el papel mirándolo con impotencia. Este contratiempo cada cual lo tomaba a su
manera, unos con resignación y otros con los nervios a flor de piel. El caso
era que James disfrutaba rechazando impresos por cualquier mínimo detalle,
muchas veces sin ser necesario, descargando de esta forma su infelicidad para
provocarla en los demás y sentirse de alguna manera importante. Era más bien
una cuestión psicoterapéutica, la de asegurarse que los demás tuvieran al menos
un día parecido al suyo.
–Buenos
días –saludó otro.
James miró los papeles y los selló con un
tampón.
–¡El
siguiente! –decía con voz rutinaria.
–¿Qué
tal? Aquí tiene –dijo, un joven, con la alegría de haber llegado por fin a la
ventanilla.
–Aquí
falta la fotocopia compulsada –objetó James.
–Pero
usted –replicó nervioso el joven–, la vez anterior, hace dos horas, no me dijo
que debía compulsar la fotocopia, solamente el papel rosa.
–Mire,
uno no puede estar en todo…
–Para
eso le pagan –repuso enojado.
–Me pagan para sellar impresos y admitirlos
si están en regla, y los suyos no lo están –afirmó James de manera petulante–.
Además, para saber sobre el proceso, está el módulo de información junto a la
entrada, en la fila larga.
–¡Usted
es un hijo de puta! –gritó alterado el joven, y se marchó maldiciendo entre dientes.
James siempre ponía objeciones sin
necesidad, pues lo de la fotocopia compulsada no era protocolariamente obligado,
tan sólo opcional, aunque sí se debía hacer constar por duplicado. Pero él,
siempre disfrutaba haciendo esperar…
–¡El siguiente!
Aborrecía tanto su trabajo que no era capaz
de reconocer que no servía para otra cosa, pues él siempre quiso ser escritor,
pero nunca lograba rellenar más allá de unas cuantas cuartillas, le faltaba
técnica e imaginación. Unido a esto estaba lo demás, y viéndolo desde cualquier
perspectiva nada en su despreciable vida tenía sentido, cuando el último
recurso, con el que trataba de ahogar todo su pesar, era el bálsamo adictivo
del alcohol; y si no era el vino tinto de su preferencia, lo era la ginebra, y
no dudaba en llevar siempre una petaca en el bolsillo interior de la chaqueta,
para beber a escondidas en el trabajo encerrado en una cabina del baño. Todos
sus compañeros sospechaban que era alcohólico, pero nadie se atrevía a
afirmarlo delante de su cara, pues James era tan extraño que nunca llegó a
entablar amistad con nadie, a pesar de llevar más de veinte años en el mismo
puesto. Al salir del trabajo recorría los bares y no paraba de beber, y al
llegar a la casa escribía a duras penas tomando hasta perder el control. Y ésta
fue la dinámica, hasta que una maravillosa mujer con bigote irrumpió en su vida…
¿Sería capaz de cambiar ahora?
Una
buena razón para vivir, es el miedo a la muerte; una buena razón para morir, es
el no saber vivir. (Ryu Watanabe)
4.
Respiraba con dificultad; mejor dicho,
ya no respiraba. Por fin lo iba a lograr, moriría de una vez por todas, dejaría
este mundo… Sus pocas ideas y las imágenes se desvanecían en la mente, los
recuerdos… ¿Pero qué pasa? ¿Qué hacen? ¡Otra vez no! ¡Por favor!... Las ideas
regresaban y lo nublado de su visión tornaba por instantes a la nitidez. Los
pulmones, al llenarse de aire, lo traían de vuelta a una vida que antes se
extinguía… Ahora, una sola pregunta retumbaba dentro de su cabeza: ¿Quién será
el imbécil esta vez?
Alguien descolgaba al pequeño Willy y le
sostenía entre los brazos, quitándole la soga en torno al cuello, para ponerlo
de pies sobre la tierra. El niño miró hacia arriba y vio a un hombre algo pasado
de peso, con el pelo rubio cortado a cepillo y las orejas triangulares, que
tenía los ojos azules y que además olía a alcohol.
–¡Eres
un idiota! –gritó Willy con rabia.
¡Cómo
anda el mundo!, se dijo James entre los vapores etílicos, no creyendo del todo
lo sucedido y pensando que ese niño tan feo, que casi parecía un monstruo, era
subnormal.
La
vida es lo que es, la muerte lo que no es. (Gastón Ledit)
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