domingo, marzo 04, 2007

OCTAVA ENTREGA





9.
        Aquella noche Exex durmió en su habitación, con el pestillo de la puerta echado. Nada más entrar en la cama le costó conciliar el sueño, pues una idea le persistía como una extensión de aquel pensamiento, no definitivo, de tener que ayudar a James o de al menos intentarlo. Y se debatía entre quedarse un tiempo o marcharse de inmediato, cuando tras analizarlo con calma concluyó que debía demostrar la capacidad de tener algún interés por los demás, de ser mejor persona y no rehuir las dificultades a la primera y convertirse, por esta vez, en una especie de enfermera para alguien que necesitaba de su ayuda; y al final, después de tomar esa determinación, ya se pudo entregar al sueño con la conciencia tranquila.
        Cuando se levantó por la mañana James seguía roncando. Después de desayunar se dedicó a recoger la casa y limpiar, pues la asistenta, con la nueva situación, había decidido marcharse para siempre. Le daba vueltas otra vez al hecho de tener que convivir con un alcohólico, a las dificultades consecuentes y al reto de superarlas, también, como un procedimiento de aprendizaje para ver de cerca la realidad del polo opuesto, el tránsito de la tristeza a la alegría o viceversa, la enriquecedora aventura psicológica que se abría como una puerta entre la luz y la oscuridad, cuando estaba todo por ver y se preguntaba si James sería capaz de recuperar la esperanza para salir a esa vida luminosa que todos desean, para estar acorde con la visión de la anhelada felicidad, pues, de no ser así, acabaría apartado en un rincón vencido sin remedio en la más penosa de las agonías.
        James se levantó y lo primero que hizo fue ir al baño para quitarse, con una buena ducha, el olor ácido y desagradable de la piel. Una vez compuesto, aunque con un terrible dolor de cabeza, se vistió y fue a la cocina para desayunar.
        –Buenos días –saludó tímido y avergonzado.
        Exex no contestó; estaba sentada detrás de la mesa tomándose un café con leche.
        –Siento lo de ayer… Creo que quizá te pegué… Estaba borracho –comenzó a disculparse.
        –¡Cómo no! –exclamó sarcástica.
        –No quería, te lo juro… Me moría de celos, no puedo soportar que estés alejada de mí ni un sólo segundo. Te amo, mi bigotuda bonita…
        Y se arrodilló junto a ella para besarle los pies, suplicando perdón.
        –La tuya es una forma extraña de amar… No puedes ser así.
        –Sólo quiero que me ayudes –decía, ahora, con su lloriqueo casi por debajo de la mesa.
        A Exex le daba una pena tremenda verle así, tan patético, pero desde su posición dominadora, sintiéndose dueña de él, le miraba con cierto desprecio de saber que era poco para ella, un pobrecillo nada más, y se le confundían los sentimientos como si tuviera dos voces que le hablaban simultáneas dentro de la cabeza: la de la ácida ironía y la de la condescendencia, la del instinto y la de la razón, y entre dichas fuerzas se dejaba llevar, cuando la segunda se hacía presente ocultando a la primera que al acecho esperaba su turno para imponerse.  
        –No podría vivir sin ti –continuó James, mientras se incorporaba para abrazarla y seguir llorando sin consuelo.
        Ella lo separó, no por asco sino para mirarle a los ojos, y le dijo:
        –No me gusta que seas así, debes de ser más hombre, más duro.
        –¡No puedo! ¡No puedo! –decía entre lagrimones.
        –¡Mírate! Pareces una nena… Así no lograrás salir de tus problemas.
        –Ayúdame a ser fuerte… –le rogó.
        –¿Cómo? ¿Dejando que me pegues y permitir tus actos neuróticos? –se quejó, separándole de ella.
        –No… Comprendiéndome.
        –Lo incomprensible no se puede comprender… Tú lo que necesitas es dejar la botella, y mientras no te des cuenta de eso, aceptando tu realidad, no tienes ninguna salida… Si dejaras el alcohol tu vida sería otra muy diferente. No se puede comprender a alguien que no piensa, que no razona. Primero hay que ser persona, comportarse como tal, y luego viene lo demás.
        –Sí, comprendo –aceptó James, tragando sus lágrimas.
        –¿Comprendes pero no puedes? ¿No?
        –Creo que será difícil dejar la bebida… –dijo con gesto lastimero.
        –Entonces, ¿cómo quieres que te ayude? –replicó ella.
        –Estando conmigo –suplicó.
        –Seguiré contigo si dejas de beber…
        Exex pensó en darle una última oportunidad, pero sólo una, no quería perder el tiempo con alguien que no se esforzaba por superar sus problemas, con un tipo así… Si fallaba lo dejaría sin más, sin ningún remordimiento.
        –Lo intentaré –aceptó él.
        –Está bien, me gustaría verte feliz.
        James la miró con indecisión a los ojos y la besó en los labios, pero en su conciencia sabía que el reto era imposible de cumplir.

        No prometas lo que no puedes cumplir. (Dicho popular que sólo cumplen las personas honradas.)


10.
        Durante una semana James lo intentó, pero pronto en la despensa se vio alguna botella de vino y más tarde de ginebra, cuando día a día se iban renovando las existencias. Bebía sin exceso pero continuo, comedido para su costumbre, entonándose en un punto de embriaguez que no levantara las reticencias de Exex (cambio sustancial un tanto engañoso que, a la larga, en cantidad superaba a la época anterior). Pero el que más notaba este cambio era el dolorido y ulceroso estómago de James, así como su cirrótico hígado que no paraba de destilar. En realidad, ni siquiera se planteó intentar dejar de beber y rápido falló a su promesa, cuando ella, desde luego, fue algo indulgente al ver que no llegaba a los excesos. El no tener trabajo también agravó la situación, pues no sabía cómo emplear el tiempo libre sin tener la cabeza ocupada en otro asunto más que palpar la verdadera dimensión de su mediocridad. Así llegó el día que ya no se contuvo y, aprovechando una ausencia de Exex, acabó con la mesura entre el ansia de frenar su vicio y el doloroso martirio de los celos. Vio que el líquido estaba ahí, con su poderosa llamada, con su olor penetrante, esperando la garganta y el paladar, su sangre y su cerebro, y no supo parar; la atracción fue mucho más fuerte que la voluntad. Arrasó con toda la bodega sin que nada le importara, con tal de disipar ese ayuno al que se había sometido. Fue una liberación beber sin restricciones hasta llegar al punto sin retorno, cuando la conciencia pierde la noción de la realidad en busca del desenfreno etílico.
        James caminaba haciendo eses por el pasillo. Su piel tenía un nuevo matiz amarillento, de tener el hígado enfermo, y su aspecto general era del todo lamentable. Daba pasos lentos y torpes, con vaivenes, y llevaba un pié calzado con un zapato y el otro con un calcetín sucio a medio sacar. Su pecho blanquecino, sin pelos, asomaba por entre la chaqueta de un pijama a rayas y por encima de unos calzoncillos meados. Sus piernas, temblorosas y desnudas, soportaban con dificultad el peso de un cuerpo deshecho por los excesos. De vez en cuando no tenía más remedio que apoyarse en la pared, para evitar caer al suelo y así tratar de llegar al baño… Pero no lo logró, porque se desmayó después de vomitar sin control sobre la pared un babeante líquido que chorreó, salpicado de manchas sanguinolentas, hasta esparcirse por las baldosas del suelo. Se quedó tendido, frío y húmedo, como un sapo muerto en un charco sin profundidad, y se tiró una ventosidad que expulsó hacia afuera un excremento acuoso y fétido. Una corriente de aire, que entraba por una ventana abierta a lo largo del pasillo, le azotaba sin descanso con toda la inclemencia exterior, y así se quedó inconsciente sobre la ruina de sí mismo.
        Cuando llegó Exex, al cabo de cuatro horas, lo encontró en idéntica posición, aflojado sobre el suelo junto a la pared, aunque su piel ya lucía con tintes de un pálido verdoso. No estaba muerto, pues oía la respiración entrecortada. No decidió acercarse, ni mucho menos tocarle, pues le dio un asco terrible. Optó por llamar a un médico de urgencias, que al final llegó después de una hora y media.
        El médico lo revisó y vio que su estado no era del todo preocupante, a pesar de tener una severa inflamación pulmonar que le mantendría postrado en cama durante un tiempo bajo medicación con antibióticos, pero la gravedad no era tal como para tomar otro tipo de medidas. Exex intentó convencer al médico para llevarlo al hospital, y así librarse de toda responsabilidad, pero éste creyó más conveniente que se quedara en casa.
        Entre dos enfermeros levantaron a James, no sin dificultad, y lo lavaron en el baño con agua caliente y jabón. En ese momento, abrió los ojos e hizo preguntas sin sentido.
        –Deberá estar en cama, bien abrigado, por quince días –ordenó el médico a Exex–, y deberá tomar esta medicina cada ocho horas, también por quince días, y unos sedantes si se llegara a inquietar –y le entregó la receta que acababa de escribir–. Y nada de alcohol, está contraindicado con la medicación –dictaminó locuazmente el especialista.
        –Dígaselo usted.
        Le pidió Exex al doctor y éste hizo lo propio, ante un James que acababa de recuperar el conocimiento…
        –¡Pero cómo voy a dejar de beber! ¿Quién es usted? –escuchaba Exex decir a James, desde afuera de la habitación–. ¡No es posible! ¡No es posible! ¡Son sólo patrañas! –se quejaba con la voz desvariada por la borrachera.
        –Ya sabe, nada de beber alcohol –le repetía el doctor–, es peligroso hacerlo con los medicamentos... Y ya me despido… Le deseo que se recupere; pero ya sabe, nada de alcohol.
        Exex pagó una buena factura por la visita del médico, y allí se quedó, al cuidado de alguien al que ya empezaba a odiar. Había decidido abandonarle en cuanto se recuperara, y pensó que era una idiota por haber seguido con él, con esa tontería de tratar de ayudarlo, con los remordimientos de conciencia y demás convencionalismos morales.
        –Quiero un trago –fueron sus primeras palabras, a modo de súplica.
        –Ya oíste lo que ordenó el médico, ¡estúpido! –le contestó Exex, ya harta de él.
        James refunfuñó, sintiendo miedo por lo que se avecinaba. El terror de no tener ni una sola gota de alcohol en su sangre le ponía la piel de gallina. No lo aguantaría.
        –¿Qué dijo el médico?... No dijo nada de eso… –se expresó con cinismo.
        –¿Qué pasa? ¿Sólo escuchas lo que te conviene?
        –Eso no es cierto, tú estás confabulada con ese despreciable doctor… ¡No es verdad! ¡Eres una mentirosa! –dijo, llevándose las manos a la cara para ahogar un sollozo–. Tú lo has hecho para joderme –continuó James desesperado–, estás empeñada en algo que a la fuerza es imposible. ¡No me quieres, no me quieres! ¡Así no me ayudarás! –exclamaba entre lloriqueos.
        –No me vas a convencer –le dijo impasible, y agregó–: Eres patético.
        –¡No podré! ¡No lo aguantaré! –decía, lleno de espanto.
        –Eres un cobarde… Si por lo menos lo intentaras…
        –¡No! ¡No! ¡Así no me ayudarás! –gritaba.
        –Me das pena.
        Terminó por decir Exex con desprecio, al salir de la habitación.

        El no saber ser es la peor de las perdiciones. (Gastón Ledit)


11.
        James, en su delirio etílico, acabó con todas las botellas menos con una de vino tinto, que Exex escondió debajo del sofá. Luego, como siempre, recogió de manera desidiosa todo aquel desastre, con una sensación de desesperanza que le apremiaba a dejarlo cuanto antes. Ahora sentía una tremenda repulsión por él, y sus deseos eran los de hacer las maletas e irse sin despedir, en lo que mejorara un poco.
        Todavía no terminaba el invierno y hacía bastante frío, con lloviznas y un cielo opaco que lo abarcaba todo, más allá de los límites de la ciudad, de edificios y árboles sin hojas que parecían esqueletos. Salió a comprar algo de comida e ir a la farmacia, a por las medicinas de James, y de paso para despejarse un poco y quitarse el mal humor.
        En la farmacia, que se encontraba a una manzana de la casa, compró lo recetado por el médico y algunas cosas más, como tiritas, algodón y unas varillas de nitrato de plata para quemar un par de molestas verruguitas que le habían salido en el cuello. Luego, sin más dilación, se dirigió al supermercado a por comida fácil de preparar, de platos para recalentar y sopas instantáneas, pues, la verdad, no le apetecía estar al pendiente de James y no salir de la cocina, además debía cumplir con unos compromisos de trabajo.
        Al llegar a la casa, cargada con las bolsas de la compra, tropezó y casi se cayó al suelo, y se enfureció de verse ahí, otra vez, como una estúpida que debía consumir su tiempo por alguien que no lo merecía.
        –¿Quién es? –preguntó James al oírla entrar.
        –¡Quién va a ser! ¡Soy yo! –gritó de mala manera.
        –Ya era hora –se quejó.
        –Será estúpido… –se dijo, ella, entre dientes.
         Fue a la cocina y empezó a sacar el contenido de las bolsas, para colocar cada cosa en su sitio, y luego dejó las medicinas en el armarito del baño.
        –¡Termina lo que estés haciendo! ¡Estoy mal! –se quejó James de nuevo.
        –Casi nada acomodarlo todo –decía para sus adentros–. Qué impaciente es… ¡Qué se fastidie!... Ya estoy harta de ti, desgraciado… No sabes las ganas que tengo de perderte de vista. 
        –¡Vamos! ¿Qué haces? –seguía protestando.
        –¡Voy! ¡Ya voy! –gritó.
       Y Exex, sin hacerle caso, fue a la cocina a preparar algo sencillo para la cena…
        –Hola –saludó seria, al entrar en la habitación.
        –¡Por fin!
        –Te traigo la cena… Unos panecillos y galletas con un vaso de leche caliente –le dijo, antes de dejar la bandeja sobre sus rodillas y después de que ya se había medio incorporado.
        –¿Leche? –preguntó con cara de asco.
        –Sí, leche caliente… Es lo recomendable en estos casos.
        James agarró el vaso, llevó su nariz hasta el mismo borde y tomó un poco.
        –¡Esto está asqueroso! ¡No tiene Cointreau! Toma… –y le regresó el vaso haciendo un gesto de desaprobación.
        –Está endulzado con miel… ¿Qué pasa, no te gusta?
        –Exactamente… Tráeme vino –le ordenó.
        –De eso nada, ya sabes lo que dijo el médico.
        –¡Te he dicho que quiero vino! –exigió, más alterado.
        James estaba nervioso y sus ojos tenían expresión de angustia, provocada por ese deseo imposible de satisfacer.
        –¡Te he dicho que no! –le dijo Exex, mirándole con severidad.
        –Eres una bigotuda despreciable.
        –No puedo hacer otra cosa –contestó sin inmutarse–; además, tiré todo el vino.
        –¡Cómo que tiraste todo el vino! –exclamó alarmado.
        Se le veía inquieto, incluso tembloroso, y cuanto más pensaba en su deseo peor lo pasaba. Un sudor frío lo acometía, brotado por los poros de su amarillenta piel.
        –¿Dime una cosa? –continuó James, cambiando de tema–. ¿Por qué has tardado tanto si la farmacia está a la vuelta de la esquina?
        –Fui al supermercado.
        –Me estás mintiendo, tú has estado con alguien –dijo, con la mirada paranoica.
        –¿Con quién? –le preguntó tranquila.
        –Te has visto con algún tipo –aseguró verdaderamente preocupado–, y te has ido por ahí a dejarte manosear…
        –Estás loco –se lamentó.
        –¡No estoy loco! –gritó James–. Te vibra el bigote al hablar; eso te delata.
        –¡Encima que me preocupo por ti, y me tratas así! ¡Estúpido! –gritó ella.
        –No se te ocurra engañarme nunca –le dijo, como advertencia, señalándola con el dedo índice.
        Y James se calló al instante, cesando en sus acusaciones, como si se hubiera quedado sin lengua a la vez que observaba, con la miraba atónita, su mano acusadora. Las gotas de sudor ya le mojaban la ropa y temblaba como si tuviera frío, cuando de repente, con la mirada contraída, comenzó a chillar muerto de miedo:
        –¡Mi mano! ¡Mi mano!
        –¿Qué le pasa a tu mano? –preguntó extrañada y con cierto sobresalto.
        –¡Bichos! ¡Está llena de bichos! ¡Se la quieren comer! –gritaba, agitándola de un lado para otro.
        –¡Pero si no tienes nada! – exclamó confundida.
        James sufría de un delirium tremens, producto de la falta de alcohol en su organismo, cuando después de tantos años de abuso, en ese momento, le aparecía el síndrome de abstinencia acompañado de alucinaciones.
        –¡Cucarachas! ¡Estoy lleno de cucarachas! –gritaba retorciéndose entre gemidos–. ¡Cucarachas! ¡Aaahhh!
        Exex corrió rápido hacia el baño, para coger del armarito la caja de sedantes, y regresó a la habitación.
        –Tómate esto…
        James tiritaba cubriéndose la cabeza con la sábana. Lo descubrió para abrirle la boca y meterle dos pastillas que él escupió. Al segundo intento sí las aceptó, y las tragó, entre gestos de rechazo, con la ayuda de un poco de leche.
       Exex acabó llorando y él se quedó dormido después de transcurridos veinte minutos.

        El aire se consumió con el fuego y no quedó nada, salvo el olor de la asfixia. (Laura Kapelman)


12.
        Al día siguiente Exex tuvo que dejar a James solo (hay que admitir que con cierta satisfacción), pues debía cumplir con un compromiso laboral. Le dio los tranquilizantes y el antibiótico, dejándole al alcance, sobre la mesilla, lo suficiente para que se alimentara a capricho.
        Estuvo fuera por seis horas, en una sesión fotográfica, mientras James la esperaba sufriendo con todas las maquinaciones paranoicas que construía en su cabeza. Se sentía traicionado e imaginaba cualquier tipo de historias de infidelidad, y los celos le devoraban sin remedio. Entre los vapores somnolientos del barbitúrico tejía y anudaba ideas descabelladas, las estrujaba, las deshacía y las volvía a recomponer de manera distinta, pero siempre con una misma conclusión.
        Exex por fin llegó. Lo primero que hizo fue ir al baño para hacer pis y luego a la habitación para ver cómo estaba James.
        –Hola –dijo al entrar.
       James la miró desconfiado y preguntó dejando ver su nerviosismo:
        –¿De dónde vienes?
        –¿Cómo? –preguntó ella de manera burlona, a la vez que llevaba la mano a su oreja como si no escuchara bien.
        –¿Qué de dónde vienes?
        –A ti, qué te importa –respondió menospreciándole.
        –Contéstame –le inquirió.
        –Cuando me fui, ya te dije que iba a trabajar.
        –¿Y por qué tardaste tanto en contestar?
        –¡Déjame en paz! ¡Mira que eres pesado! –exclamó frunciendo el bigote.
        –¿Con quién estuviste?
        –Tú no eres quién para exigirme nada.
        –No me cambies el tema. ¿Con quién has estado?
        –Eres un imbécil.
        –Seguro que estuviste restregando tu bigote con otro –dijo con rencor.
        –Estás loco.
        –¿Ves cómo no me quieres decir?
        –¿Otra vez con la misma historia? –se quejó Exex.
        –¡No me mientas! –gritó enajenado–. ¡Por qué no quieres decírmelo!
        –Yo no tengo que darte…
        Y no pudo continuar porque James la agarró violentamente por los pelos y le propinó, con la palma abierta de la otra mano, un fuerte golpe en el oído, arrojándola hacia el suelo con un dolor que le inundaba todo el cráneo. Pero esa agresión, por lo visto, no le pareció suficiente y ya más decidido, poseso de una furia demencial, salió de la cama y comenzó a golpearla en la cabeza con el despertador, y luego, ya reincorporado, para terminar, la pateó unas cuantas veces más. Exex no pudo hacer nada, pues el dolor del oído era insufrible, y sólo trató de defenderse de los golpes haciéndose un ovillo sobre el suelo. James, una vez que cesó en su castigo, regresó más tranquilo hacia la cama sintiendo el cansancio de su frenética actividad golpeadora, mientras que Exex seguía en el suelo con un lloro de hipo entre lágrimas. Levantó la mirada, para tantear la situación, y dejó ver su rostro manchado de chorretones negros, de pintura de ojos diluida, y algún rastro de sangre fresca sobre el bigote que se contraía con un rictus agitado.
        –Eso, para que aprendas –le dijo James orgulloso–; y si tratas de escapar le contaré a la policía que asesinaste al tipo aquél con el que vivías. Así que, ándate con cuidadito, no se te ocurra traicionarme y mucho menos engañarme; te lo advierto… Y ahora, tráeme el vino, que seguro lo tienes escondido por ahí… –le ordenó.
        Exex no podía hablar, estaba aterrada; no lo podía creer, pero así era, cuando una inimaginable lluvia de golpes le cayó sin ser esperada.
        –Tráeme el vino –insistió James.
        Se levantó a duras penas, temblorosa por el miedo y el dolor, con la intención de cumplir las órdenes de James.
        –¡Vamos! ¡Date prisa! –le gritó.
        Exex salió cojeando de la habitación, para agarrar la botella de debajo del sofá. En la cocina la descorchó y se dirigió por el pasillo hacia la habitación, pero, al pasar por la puerta del baño, le surgió de pronto una idea desesperada. Entonces su rostro se iluminó con una sonrisa, con un deje perverso, y entró directa hacia el armarito donde guardaba las medicinas. Las opciones eran dos (igual que con Belmont a la hora de elegir entre la bebida alcohólica o la pringosa), envenenarle con los barbitúricos o con el nitrato de plata concentrado para quemar las verrugas, cuando la segunda alternativa le pareció mucho mejor, pues las pastillas le darían sin darse cuenta una muerte placentera, y el nitrato de plata, por ser más cáustico, se hacía más conveniente para provocar una muerte dolorosa. En consecuencia, se decidió por sacar las varillas de nitrato para arrancar las cabezas de sus extremos y echarlas dentro de la botella. Realizaba la operación nerviosa, cuando oyó gritar a James desde la habitación:
        –¡Date prisa!
        –Sí, ya voy, no te preocupes –dijo para sí, agitando la botella.
        Nada más entrar, plenamente convencida de lo que iba a hacer, se la tendió…
        –Toma… Aquí tienes tu perdición.
        –¿Perdición?... No digas tonterías…
        Y agarró la botella, por fin satisfecho, para no perder un solo instante en llevarla a su boca. Comenzó a beber con ansiedad mientras Exex le observaba, regodeándose en su interior, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cara con manchas de sangre. Pero ya no sentía dolor alguno y sólo miraba, expectante, cómo James se bebía el contenido de la botella con su acostumbrada rapidez.
        –¡Ah! ¡Esto sí que es bueno! –exclamó.
        –Sí que lo es –corroboró Exex.
        –La verdad, yo no quería pegarte –comenzó a excusarse–, y sé que quizás me excedí un poco, pero tú tienes la culpa por ser como eres, una mujer desapegada que no asume sus responsabilidades, de fidelidad sobre todo, en un proyecto de pareja… Nunca das o entregas en correspondencia al amor que te profesan, y eso no está nada bien… –Y notó un pequeño dolor en el estómago, una ligera molestia, como unos pinchacitos que cada vez se hacían más continuos y perturbadores–. La fidelidad mental es necesaria en la relación de pareja, para lograr esa estabilidad tan deseada, por eso actué así –y cuando hablaba, de pronto, las encías y la lengua tenían rastros ennegrecidos–. Y ahora te pido perdón, pero también te pido que me comprendas, porque, en verdad, yo te quiero… –e hizo un gesto de extrañeza, con cierta inquietud, y añadió–: Me pica la boca…
        –Ya te advirtió el doctor que la medicina está contraindicada con el alcohol –le dijo Exex, con tanto cinismo como el suyo.
        –No puede ser… –Y se quedaba pensativo, prestando atención en las molestias que de pronto sentía.
        –¿Qué? ¿Te gusta? –le peguntó, entonces, con una sonrisa maliciosa.
        –¿Qué me has hecho? –preguntó desconfiado.
        –Matarte –contestó seria.
        –¡No! ¡No puede ser! –exclamó aterrado.
        Y comenzó a retorcerse entre convulsiones, quemándose por dentro, en su estómago, en la faringe, en la boca, cauterizado por el nitrato de plata.  
        –¡Hija de puta! –gritó, asomando una lengua amoratada.
        Vomitó vino negro, espuma y comida en efervescencia. Un hilo de baba oscura le escurría por el labio, balanceándose de un lado para otro. Su mirada se contrajo por unos instantes y estremecido de dolor, con un tremendo eructo, cesó en todo atisbo de vida. Ahora la baba le corría por la barbilla y su lengua ennegrecida asomaba de medio lado, entre los dientes, con un gesto grotesco.

        Y nunca salió del pozo de la desdicha, del dolor y la amargura, porque siempre deseó vivir en esas profundidades. (Ferdinad Roussel)



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