9.
Aquella noche Exex durmió en su
habitación, con el pestillo de la puerta echado. Nada más entrar en la cama le
costó conciliar el sueño, pues una idea le persistía como una extensión de
aquel pensamiento, no definitivo, de tener que ayudar a James o de al menos
intentarlo. Y se debatía entre quedarse un tiempo o marcharse de inmediato,
cuando tras analizarlo con calma concluyó que debía demostrar la capacidad de
tener algún interés por los demás, de ser mejor persona y no rehuir las
dificultades a la primera y convertirse, por esta vez, en una especie de enfermera
para alguien que necesitaba de su ayuda; y al final, después de tomar esa
determinación, ya se pudo entregar al sueño con la conciencia tranquila.
Cuando
se levantó por la mañana James seguía roncando. Después de desayunar se dedicó a
recoger la casa y limpiar, pues la asistenta, con la nueva situación, había
decidido marcharse para siempre. Le daba vueltas otra vez al hecho de tener que
convivir con un alcohólico, a las dificultades consecuentes y al reto de
superarlas, también, como un procedimiento de aprendizaje para ver de cerca la
realidad del polo opuesto, el tránsito de la tristeza a la alegría o viceversa,
la enriquecedora aventura psicológica que se abría como una puerta entre la luz
y la oscuridad, cuando estaba todo por ver y se preguntaba si James sería capaz
de recuperar la esperanza para salir a esa vida luminosa que todos desean, para
estar acorde con la visión de la anhelada felicidad, pues, de no ser así,
acabaría apartado en un rincón vencido sin remedio en la más penosa de las
agonías.
James
se levantó y lo primero que hizo fue ir al baño para quitarse, con una buena
ducha, el olor ácido y desagradable de la piel. Una vez compuesto, aunque con
un terrible dolor de cabeza, se vistió y fue a la cocina para desayunar.
–Buenos
días –saludó tímido y avergonzado.
Exex no contestó; estaba sentada detrás de
la mesa tomándose un café con leche.
–Siento
lo de ayer… Creo que quizá te pegué… Estaba borracho –comenzó a disculparse.
–¡Cómo
no! –exclamó sarcástica.
–No
quería, te lo juro… Me moría de celos, no puedo soportar que estés alejada de
mí ni un sólo segundo. Te amo, mi bigotuda bonita…
Y se arrodilló junto a ella para besarle los
pies, suplicando perdón.
–La
tuya es una forma extraña de amar… No puedes ser así.
–Sólo
quiero que me ayudes –decía, ahora, con su lloriqueo casi por debajo de la
mesa.
A Exex le daba una pena tremenda verle así,
tan patético, pero desde su posición dominadora, sintiéndose dueña de él, le
miraba con cierto desprecio de saber que era poco para ella, un pobrecillo nada
más, y se le confundían los sentimientos como si tuviera dos voces que le
hablaban simultáneas dentro de la cabeza: la de la ácida ironía y la de la
condescendencia, la del instinto y la de la razón, y entre dichas fuerzas se dejaba
llevar, cuando la segunda se hacía presente ocultando a la primera que al acecho
esperaba su turno para imponerse.
–No
podría vivir sin ti –continuó James, mientras se incorporaba para abrazarla y seguir
llorando sin consuelo.
Ella lo separó, no por asco sino para
mirarle a los ojos, y le dijo:
–No
me gusta que seas así, debes de ser más hombre, más duro.
–¡No
puedo! ¡No puedo! –decía entre lagrimones.
–¡Mírate! Pareces una nena… Así no lograrás
salir de tus problemas.
–Ayúdame
a ser fuerte… –le rogó.
–¿Cómo?
¿Dejando que me pegues y permitir tus actos neuróticos? –se quejó, separándole
de ella.
–No…
Comprendiéndome.
–Lo incomprensible no se puede comprender… Tú
lo que necesitas es dejar la botella, y mientras no te des cuenta de eso,
aceptando tu realidad, no tienes ninguna salida… Si dejaras el alcohol tu vida
sería otra muy diferente. No se puede comprender a alguien que no piensa, que
no razona. Primero hay que ser persona, comportarse como tal, y luego viene lo
demás.
–Sí,
comprendo –aceptó James, tragando sus lágrimas.
–¿Comprendes
pero no puedes? ¿No?
–Creo
que será difícil dejar la bebida… –dijo con gesto lastimero.
–Entonces,
¿cómo quieres que te ayude? –replicó ella.
–Estando
conmigo –suplicó.
–Seguiré
contigo si dejas de beber…
Exex pensó en darle una última oportunidad,
pero sólo una, no quería perder el tiempo con alguien que no se esforzaba por
superar sus problemas, con un tipo así… Si fallaba lo dejaría sin más, sin
ningún remordimiento.
–Lo
intentaré –aceptó él.
–Está
bien, me gustaría verte feliz.
James
la miró con indecisión a los ojos y la besó en los labios, pero en su conciencia
sabía que el reto era imposible de cumplir.
No
prometas lo que no puedes cumplir. (Dicho popular que sólo cumplen las
personas honradas.)
10.
Durante una semana James lo intentó,
pero pronto en la despensa se vio alguna botella de vino y más tarde de
ginebra, cuando día a día se iban renovando las existencias. Bebía sin exceso
pero continuo, comedido para su costumbre, entonándose en un punto de embriaguez
que no levantara las reticencias de Exex (cambio sustancial un tanto engañoso que,
a la larga, en cantidad superaba a la época anterior). Pero el que más notaba
este cambio era el dolorido y ulceroso estómago de James, así como su cirrótico
hígado que no paraba de destilar. En realidad, ni siquiera se planteó intentar
dejar de beber y rápido falló a su promesa, cuando ella, desde luego, fue algo
indulgente al ver que no llegaba a los excesos. El no tener trabajo también agravó
la situación, pues no sabía cómo emplear el tiempo libre sin tener la cabeza
ocupada en otro asunto más que palpar la verdadera dimensión de su mediocridad.
Así llegó el día que ya no se contuvo y, aprovechando una ausencia de Exex, acabó
con la mesura entre el ansia de frenar su vicio y el doloroso martirio de los
celos. Vio que el líquido estaba ahí, con su poderosa llamada, con su olor
penetrante, esperando la garganta y el paladar, su sangre y su cerebro, y no
supo parar; la atracción fue mucho más fuerte que la voluntad. Arrasó con toda la
bodega sin que nada le importara, con tal de disipar ese ayuno al que se había
sometido. Fue una liberación beber sin restricciones hasta llegar al punto sin
retorno, cuando la conciencia pierde la noción de la realidad en busca del
desenfreno etílico.
James caminaba haciendo eses por el pasillo.
Su piel tenía un nuevo matiz amarillento, de tener el hígado enfermo, y su aspecto
general era del todo lamentable. Daba pasos lentos y torpes, con vaivenes, y llevaba
un pié calzado con un zapato y el otro con un calcetín sucio a medio sacar. Su
pecho blanquecino, sin pelos, asomaba por entre la chaqueta de un pijama a
rayas y por encima de unos calzoncillos meados. Sus piernas, temblorosas y
desnudas, soportaban con dificultad el peso de un cuerpo deshecho por los
excesos. De vez en cuando no tenía más remedio que apoyarse en la pared, para
evitar caer al suelo y así tratar de llegar al baño… Pero no lo logró, porque
se desmayó después de vomitar sin control sobre la pared un babeante líquido
que chorreó, salpicado de manchas sanguinolentas, hasta esparcirse por las baldosas
del suelo. Se quedó tendido, frío y húmedo, como un sapo muerto en un charco
sin profundidad, y se tiró una ventosidad que expulsó hacia afuera un
excremento acuoso y fétido. Una corriente de aire, que entraba por una ventana
abierta a lo largo del pasillo, le azotaba sin descanso con toda la inclemencia
exterior, y así se quedó inconsciente sobre la ruina de sí mismo.
Cuando llegó Exex, al cabo de cuatro horas,
lo encontró en idéntica posición, aflojado sobre el suelo junto a la pared,
aunque su piel ya lucía con tintes de un pálido verdoso. No estaba muerto, pues
oía la respiración entrecortada. No decidió acercarse, ni mucho menos tocarle,
pues le dio un asco terrible. Optó por llamar a un médico de urgencias, que al
final llegó después de una hora y media.
El
médico lo revisó y vio que su estado no era del todo preocupante, a pesar de
tener una severa inflamación pulmonar que le mantendría postrado en cama
durante un tiempo bajo medicación con antibióticos, pero la gravedad no era tal
como para tomar otro tipo de medidas. Exex intentó convencer al médico para
llevarlo al hospital, y así librarse de toda responsabilidad, pero éste creyó
más conveniente que se quedara en casa.
Entre dos enfermeros levantaron a James, no
sin dificultad, y lo lavaron en el baño con agua caliente y jabón. En ese
momento, abrió los ojos e hizo preguntas sin sentido.
–Deberá
estar en cama, bien abrigado, por quince días –ordenó el médico a Exex–, y
deberá tomar esta medicina cada ocho horas, también por quince días, y unos
sedantes si se llegara a inquietar –y le entregó la receta que acababa de
escribir–. Y nada de alcohol, está contraindicado con la medicación –dictaminó
locuazmente el especialista.
–Dígaselo
usted.
Le pidió Exex al doctor y éste hizo lo
propio, ante un James que acababa de recuperar el conocimiento…
–¡Pero cómo voy a dejar de beber! ¿Quién es
usted? –escuchaba Exex decir a James, desde afuera de la habitación–. ¡No es
posible! ¡No es posible! ¡Son sólo patrañas! –se quejaba con la voz desvariada
por la borrachera.
–Ya
sabe, nada de beber alcohol –le repetía el doctor–, es peligroso hacerlo con
los medicamentos... Y ya me despido… Le deseo que se recupere; pero ya sabe,
nada de alcohol.
Exex pagó una buena factura por la visita
del médico, y allí se quedó, al cuidado de alguien al que ya empezaba a odiar. Había
decidido abandonarle en cuanto se recuperara, y pensó que era una idiota por
haber seguido con él, con esa tontería de tratar de ayudarlo, con los remordimientos
de conciencia y demás convencionalismos morales.
–Quiero
un trago –fueron sus primeras palabras, a modo de súplica.
–Ya
oíste lo que ordenó el médico, ¡estúpido! –le contestó Exex, ya harta de él.
James refunfuñó, sintiendo miedo por lo que
se avecinaba. El terror de no tener ni una sola gota de alcohol en su sangre le
ponía la piel de gallina. No lo aguantaría.
–¿Qué dijo el médico?... No dijo nada de eso…
–se expresó con cinismo.
–¿Qué
pasa? ¿Sólo escuchas lo que te conviene?
–Eso
no es cierto, tú estás confabulada con ese despreciable doctor… ¡No es verdad!
¡Eres una mentirosa! –dijo, llevándose las manos a la cara para ahogar un
sollozo–. Tú lo has hecho para joderme –continuó James desesperado–, estás
empeñada en algo que a la fuerza es imposible. ¡No me quieres, no me quieres!
¡Así no me ayudarás! –exclamaba entre lloriqueos.
–No
me vas a convencer –le dijo impasible, y agregó–: Eres patético.
–¡No
podré! ¡No lo aguantaré! –decía, lleno de espanto.
–Eres un cobarde… Si por lo menos lo
intentaras…
–¡No! ¡No! ¡Así no me ayudarás! –gritaba.
–Me das
pena.
Terminó
por decir Exex con desprecio, al salir de la habitación.
El no saber ser es la peor de las
perdiciones. (Gastón Ledit)
11.
James, en su delirio etílico, acabó con
todas las botellas menos con una de vino tinto, que Exex escondió debajo del
sofá. Luego, como siempre, recogió de manera desidiosa todo aquel desastre, con
una sensación de desesperanza que le apremiaba a dejarlo cuanto antes. Ahora
sentía una tremenda repulsión por él, y sus deseos eran los de hacer las
maletas e irse sin despedir, en lo que mejorara un poco.
Todavía no terminaba el invierno y hacía
bastante frío, con lloviznas y un cielo opaco que lo abarcaba todo, más allá de
los límites de la ciudad, de edificios y árboles sin hojas que parecían
esqueletos. Salió a comprar algo de comida e ir a la farmacia, a por las
medicinas de James, y de paso para despejarse un poco y quitarse el mal humor.
En
la farmacia, que se encontraba a una manzana de la casa, compró lo recetado por
el médico y algunas cosas más, como tiritas, algodón y unas varillas de nitrato
de plata para quemar un par de molestas verruguitas que le habían salido en el
cuello. Luego, sin más dilación, se dirigió al supermercado a por comida fácil
de preparar, de platos para recalentar y sopas instantáneas, pues, la verdad,
no le apetecía estar al pendiente de James y no salir de la cocina, además
debía cumplir con unos compromisos de trabajo.
Al llegar a la casa, cargada con las bolsas
de la compra, tropezó y casi se cayó al suelo, y se enfureció de verse ahí,
otra vez, como una estúpida que debía consumir su tiempo por alguien que no lo
merecía.
–¿Quién es? –preguntó James al oírla entrar.
–¡Quién
va a ser! ¡Soy yo! –gritó de mala manera.
–Ya era hora –se quejó.
–Será estúpido… –se dijo, ella, entre dientes.
Fue a la cocina y empezó a sacar el
contenido de las bolsas, para colocar cada cosa en su sitio, y luego dejó las
medicinas en el armarito del baño.
–¡Termina
lo que estés haciendo! ¡Estoy mal! –se quejó James de nuevo.
–Casi
nada acomodarlo todo –decía para sus adentros–. Qué impaciente es… ¡Qué se fastidie!...
Ya estoy harta de ti, desgraciado… No sabes las ganas que tengo de perderte de
vista.
–¡Vamos!
¿Qué haces? –seguía protestando.
–¡Voy!
¡Ya voy! –gritó.
Y
Exex, sin hacerle caso, fue a la cocina a preparar algo sencillo para la cena…
–Hola –saludó seria, al entrar en la
habitación.
–¡Por fin!
–Te
traigo la cena… Unos panecillos y galletas con un vaso de leche caliente –le
dijo, antes de dejar la bandeja sobre sus rodillas y después de que ya se había
medio incorporado.
–¿Leche? –preguntó con cara de asco.
–Sí,
leche caliente… Es lo recomendable en estos casos.
James
agarró el vaso, llevó su nariz hasta el mismo borde y tomó un poco.
–¡Esto
está asqueroso! ¡No tiene Cointreau! Toma… –y le regresó el vaso haciendo un
gesto de desaprobación.
–Está endulzado con miel… ¿Qué pasa, no te
gusta?
–Exactamente… Tráeme vino –le ordenó.
–De
eso nada, ya sabes lo que dijo el médico.
–¡Te
he dicho que quiero vino! –exigió, más alterado.
James estaba nervioso y sus ojos tenían expresión
de angustia, provocada por ese deseo imposible de satisfacer.
–¡Te
he dicho que no! –le dijo Exex, mirándole con severidad.
–Eres una bigotuda despreciable.
–No
puedo hacer otra cosa –contestó sin inmutarse–; además, tiré todo el vino.
–¡Cómo que tiraste todo el vino! –exclamó alarmado.
Se le veía inquieto, incluso tembloroso, y
cuanto más pensaba en su deseo peor lo pasaba. Un sudor frío lo acometía, brotado
por los poros de su amarillenta piel.
–¿Dime
una cosa? –continuó James, cambiando de tema–. ¿Por qué has tardado tanto si la
farmacia está a la vuelta de la esquina?
–Fui
al supermercado.
–Me
estás mintiendo, tú has estado con alguien –dijo, con la mirada paranoica.
–¿Con quién? –le preguntó tranquila.
–Te
has visto con algún tipo –aseguró verdaderamente preocupado–, y te has ido por
ahí a dejarte manosear…
–Estás
loco –se lamentó.
–¡No estoy loco! –gritó James–. Te vibra el bigote
al hablar; eso te delata.
–¡Encima que me preocupo por ti, y me tratas
así! ¡Estúpido! –gritó ella.
–No se te ocurra engañarme nunca –le dijo,
como advertencia, señalándola con el dedo índice.
Y James se calló al instante, cesando en sus
acusaciones, como si se hubiera quedado sin lengua a la vez que observaba, con
la miraba atónita, su mano acusadora. Las gotas de sudor ya le mojaban la ropa
y temblaba como si tuviera frío, cuando de repente, con la mirada contraída,
comenzó a chillar muerto de miedo:
–¡Mi
mano! ¡Mi mano!
–¿Qué le pasa a tu mano? –preguntó extrañada y
con cierto sobresalto.
–¡Bichos! ¡Está llena de bichos! ¡Se la quieren
comer! –gritaba, agitándola de un lado para otro.
–¡Pero
si no tienes nada! – exclamó confundida.
James
sufría de un delirium tremens, producto
de la falta de alcohol en su organismo, cuando después de tantos años de abuso,
en ese momento, le aparecía el síndrome de abstinencia acompañado de
alucinaciones.
–¡Cucarachas!
¡Estoy lleno de cucarachas! –gritaba retorciéndose entre gemidos–. ¡Cucarachas!
¡Aaahhh!
Exex corrió rápido hacia el baño, para coger
del armarito la caja de sedantes, y regresó a la habitación.
–Tómate
esto…
James
tiritaba cubriéndose la cabeza con la sábana. Lo descubrió para abrirle la boca
y meterle dos pastillas que él escupió. Al segundo intento sí las aceptó, y las
tragó, entre gestos de rechazo, con la ayuda de un poco de leche.
Exex acabó llorando y él se quedó dormido
después de transcurridos veinte minutos.
El aire se consumió con el fuego y no quedó
nada, salvo el olor de la asfixia. (Laura Kapelman)
12.
Al día siguiente Exex tuvo que dejar a
James solo (hay que admitir que con cierta satisfacción), pues debía cumplir
con un compromiso laboral. Le dio los tranquilizantes y el antibiótico, dejándole
al alcance, sobre la mesilla, lo suficiente para que se alimentara a capricho.
Estuvo fuera por seis horas, en una sesión
fotográfica, mientras James la esperaba sufriendo con todas las maquinaciones
paranoicas que construía en su cabeza. Se sentía traicionado e imaginaba
cualquier tipo de historias de infidelidad, y los celos le devoraban sin
remedio. Entre los vapores somnolientos del barbitúrico tejía y anudaba ideas descabelladas,
las estrujaba, las deshacía y las volvía a recomponer de manera distinta, pero
siempre con una misma conclusión.
Exex
por fin llegó. Lo primero que hizo fue ir al baño para hacer pis y luego a la
habitación para ver cómo estaba James.
–Hola
–dijo al entrar.
James
la miró desconfiado y preguntó dejando ver su nerviosismo:
–¿De
dónde vienes?
–¿Cómo? –preguntó ella de manera burlona, a la
vez que llevaba la mano a su oreja como si no escuchara bien.
–¿Qué de dónde vienes?
–A
ti, qué te importa –respondió menospreciándole.
–Contéstame
–le inquirió.
–Cuando
me fui, ya te dije que iba a trabajar.
–¿Y
por qué tardaste tanto en contestar?
–¡Déjame
en paz! ¡Mira que eres pesado! –exclamó frunciendo el bigote.
–¿Con
quién estuviste?
–Tú
no eres quién para exigirme nada.
–No
me cambies el tema. ¿Con quién has estado?
–Eres un imbécil.
–Seguro
que estuviste restregando tu bigote con otro –dijo con rencor.
–Estás
loco.
–¿Ves cómo no me quieres decir?
–¿Otra
vez con la misma historia? –se quejó Exex.
–¡No me mientas! –gritó enajenado–. ¡Por qué
no quieres decírmelo!
–Yo no tengo que darte…
Y
no pudo continuar porque James la agarró violentamente por los pelos y le
propinó, con la palma abierta de la otra mano, un fuerte golpe en el oído,
arrojándola hacia el suelo con un dolor que le inundaba todo el cráneo. Pero
esa agresión, por lo visto, no le pareció suficiente y ya más decidido, poseso
de una furia demencial, salió de la cama y comenzó a golpearla en la cabeza con
el despertador, y luego, ya reincorporado, para terminar, la pateó unas cuantas
veces más. Exex no pudo hacer nada, pues el dolor del oído era insufrible, y
sólo trató de defenderse de los golpes haciéndose un ovillo sobre el suelo. James,
una vez que cesó en su castigo, regresó más tranquilo hacia la cama sintiendo
el cansancio de su frenética actividad golpeadora, mientras que Exex seguía en
el suelo con un lloro de hipo entre lágrimas. Levantó la mirada, para tantear
la situación, y dejó ver su rostro manchado de chorretones negros, de pintura
de ojos diluida, y algún rastro de sangre fresca sobre el bigote que se contraía
con un rictus agitado.
–Eso,
para que aprendas –le dijo James orgulloso–; y si tratas de escapar le contaré
a la policía que asesinaste al tipo aquél con el que vivías. Así que, ándate
con cuidadito, no se te ocurra traicionarme y mucho menos engañarme; te lo
advierto… Y ahora, tráeme el vino, que seguro lo tienes escondido por ahí… –le
ordenó.
Exex no podía hablar, estaba aterrada; no lo
podía creer, pero así era, cuando una inimaginable lluvia de golpes le cayó sin
ser esperada.
–Tráeme
el vino –insistió James.
Se levantó a duras penas, temblorosa por el
miedo y el dolor, con la intención de cumplir las órdenes de James.
–¡Vamos!
¡Date prisa! –le gritó.
Exex salió cojeando de la habitación, para
agarrar la botella de debajo del sofá. En la cocina la descorchó y se dirigió
por el pasillo hacia la habitación, pero, al pasar por la puerta del baño, le
surgió de pronto una idea desesperada. Entonces su rostro se iluminó con una
sonrisa, con un deje perverso, y entró directa hacia el armarito donde guardaba
las medicinas. Las opciones eran dos (igual que con Belmont a la hora de elegir
entre la bebida alcohólica o la pringosa), envenenarle con los barbitúricos o
con el nitrato de plata concentrado para quemar las verrugas, cuando la segunda
alternativa le pareció mucho mejor, pues las pastillas le darían sin darse
cuenta una muerte placentera, y el nitrato de plata, por ser más cáustico, se
hacía más conveniente para provocar una muerte dolorosa. En consecuencia, se
decidió por sacar las varillas de nitrato para arrancar las cabezas de sus
extremos y echarlas dentro de la botella. Realizaba la operación nerviosa,
cuando oyó gritar a James desde la habitación:
–¡Date
prisa!
–Sí, ya voy, no te preocupes –dijo para sí,
agitando la botella.
Nada
más entrar, plenamente convencida de lo que iba a hacer, se la tendió…
–Toma… Aquí tienes tu perdición.
–¿Perdición?...
No digas tonterías…
Y
agarró la botella, por fin satisfecho, para no perder un solo instante en
llevarla a su boca. Comenzó a beber con ansiedad mientras Exex le observaba,
regodeándose en su interior, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cara
con manchas de sangre. Pero ya no sentía dolor alguno y sólo miraba,
expectante, cómo James se bebía el contenido de la botella con su acostumbrada
rapidez.
–¡Ah! ¡Esto sí que es bueno! –exclamó.
–Sí que lo es –corroboró Exex.
–La
verdad, yo no quería pegarte –comenzó a excusarse–, y sé que quizás me excedí
un poco, pero tú tienes la culpa por ser como eres, una mujer desapegada que no
asume sus responsabilidades, de fidelidad sobre todo, en un proyecto de pareja…
Nunca das o entregas en correspondencia al amor que te profesan, y eso no está nada
bien… –Y notó un pequeño dolor en el estómago, una ligera molestia, como unos
pinchacitos que cada vez se hacían más continuos y perturbadores–. La fidelidad
mental es necesaria en la relación de pareja, para lograr esa estabilidad tan
deseada, por eso actué así –y cuando hablaba, de pronto, las encías y la lengua
tenían rastros ennegrecidos–. Y ahora te pido perdón, pero también te pido que
me comprendas, porque, en verdad, yo te quiero… –e hizo un gesto de extrañeza,
con cierta inquietud, y añadió–: Me pica la boca…
–Ya
te advirtió el doctor que la medicina está contraindicada con el alcohol –le
dijo Exex, con tanto cinismo como el suyo.
–No
puede ser… –Y se quedaba pensativo, prestando atención en las molestias que de
pronto sentía.
–¿Qué?
¿Te gusta? –le peguntó, entonces, con una sonrisa maliciosa.
–¿Qué me has hecho? –preguntó desconfiado.
–Matarte
–contestó seria.
–¡No!
¡No puede ser! –exclamó aterrado.
Y comenzó a retorcerse entre convulsiones,
quemándose por dentro, en su estómago, en la faringe, en la boca, cauterizado
por el nitrato de plata.
–¡Hija
de puta! –gritó, asomando una lengua amoratada.
Vomitó vino negro, espuma y comida en
efervescencia. Un hilo de baba oscura le escurría por el labio, balanceándose
de un lado para otro. Su mirada se contrajo por unos instantes y estremecido de
dolor, con un tremendo eructo, cesó en todo atisbo de vida. Ahora la baba le
corría por la barbilla y su lengua ennegrecida asomaba de medio lado, entre los
dientes, con un gesto grotesco.
Y nunca salió del pozo de la desdicha, del
dolor y la amargura, porque siempre deseó vivir en esas profundidades. (Ferdinad
Roussel)
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