domingo, enero 21, 2007

SEGUNDA ENTREGA





PRIMERA PARTE


1.
        Los titulares del día rezaban: YVES BELMONT, EL REY DE LAS ANCAS DE RANA, HA SIDO ASESINADO. La nota informaba que había muerto en la puerta de la discoteca The Cube, cuando al bajar por las escaleras recibió dos impactos de bala que no pudieron escucharse entre el sonido de la música que se escapaba a la calle.
        O’Kelly leía la noticia… Exex en su apartamento la lloraba… y el pequeño Willy, con la soga bajo el brazo, buscaba de nuevo su último escenario…
        Aquellas últimas palabras que le dedicó a su ex novio fueron como una especie de conjuro, cuando le gritó: “¡Ojalá te mueras, maldito!” Por ello se sentía culpable, a pesar de que llevaban saliendo juntos algo más de una semana, y no pudo evitar sentir tristeza y llorar por él, quizá por esa sensación de responsabilidad indirecta que se veía incapaz de eludir. Se miró en el espejo de la habitación, que estaba sobre el tocador, y se apreció descompuesta con ese bigote que de repente le endurecía el gesto, que ya no le era gracioso ni bonito, y como un acto de arrebato, para dejar de verse así, de ser así, golpeó con fuerza el espejo con un frasco de perfume. Los pedazos de cristal se esparcieron entre los numerosos potingues de belleza, y se quedó inmóvil mirando la pared sobre la cual antes dormía el espejo. Estaba fuera de sí, y en un trance esparció a manotazos lo que tenía ante su vista. Se lastimó las manos con los agudos vidrios que se clavaron en la carne, como la decepción en su corazón. Pensaba que no era bueno empezar su aventura neoyorquina y amorosa de tal manera, con esa inercia trágica que parecía querer instalarse en su vida. Estaba sola y se sabía indefensa ante la magnitud de su posible culpa, y aunque no fuera así, con la maldición invalidada, el solo hecho de que su novio hubiera sido asesinado, alguien tan cercano, le asaltaba con la crudeza y angustia de saber lo frágil de la existencia. Ahora tenía miedo del futuro y llegó a pensar, incluso, que sería bueno regresar con su familia; pero de por medio estaban todos sus sueños, sus ilusiones, su profesión e independencia, como para regresar con el estigma de la derrota, no podía dejar que eso sucediera, debía ser fuerte para seguir con el plan establecido.
        Bajó la mirada y pudo observar el desorden que había provocado, de cristales y frascos rotos, y también vio sus manos manchadas de sangre, como las de una víctima más del destino, un destino que estaba decidida a cambiar. No me iré de Nueva York, se dijo, seguiré adelante como sea, por muy sola que me encuentre, con todo el miedo y la incertidumbre. Ya lo había decidido y así lo haría, pero primero tenía que curar las heridas de sus manos y recoger ese desorden.

        El dolor del corazón no es nada comparable con el dolor del alma, en la desdicha provocada por los acontecimientos carentes de explicación y ante lo absoluto de la existencia. (Lucio Montalvo)


2.
        Sonó el teléfono y Exex lo cogió. Era O’Kelly con su voz de locutor radiofónico. La invitaba para salir a tomar un café y ella aceptó, pues creyó que sería bueno cambiar de aires y conocer a gente nueva, además ese hombre le gustaba. Debía romper con el pasado inmediato y él bien podía representar ese cambio cuando dejó a Belmont y a sus estúpidos amigos dentro de la discoteca, cuando luego, una vez en la calle, se topó con él, con Frank O’Kelly, cuando pudo escuchar su voz y sus palabras, ver sus ojos y su mirada distinta. Ese hombre de edad imprecisa representaba el padre que no tenía a su lado, la familia y la protección que necesitaba. Pero Exex no sabía de un detalle importante, y es que Frank O’Kelly era el asesino de Yves Belmont, que su pasado inmediato estaba comprendido en toda aquella noche y no había dejado nada atrás como ella pretendía, que continuaba con ese influjo del cual buscaba desprenderse, tan pegajoso como una mancha de grasa adherida en el cuerpo.
        Se sentía sucia y el sudor reseco, del día anterior, estaba pegado en su piel como el tatuaje de mentira que se pone un niño en el brazo o en la mano, como esa mancha grasosa que amenazaba con ensuciar su existencia. Se desnudó para tomar una ducha y dejó la ropa esparcida por el suelo. El chorro de agua caliente, exhalando una neblina de vapor, sonaba igual que una lluvia artificial cuando Exex disfrutaba con ese latigazo continuo que recorría su cuerpo. Sus pequeños pechos puntiagudos, que podían ocultarse enteramente con una mano, aparecían brillantes como impregnados de una sustancia aceitosa, y las curvas de su excitante silueta, al contraste con el fondo de azulejos, le hacían parecer igual que una Venus bigotuda, tal como si hubiera sido pintada por Sandro Botticelli, con la piel de marfil y los ojos de miel, pero con el pelo más corto de Venus postmoderna con bigote, tan preciosa como aquélla que ocultaba el pubis con sus largos cabellos en su nacimiento a la orilla del mar de los deseos. Tuvo, entonces, ganas de acariciarse entre las piernas pero ya no quedaba tiempo, y enjabonó su piel y su bigote hasta quedar perfectamente limpia. Cerró el grifo y salió de la ducha, para cubrirse con una esponjosa toalla de igual manera como hacen los niños cuando tienen frío. Luego, se dirigió al dormitorio contiguo para elegir algo más apropiado que unos jeans y una camiseta, algún modelito de los que guardaba para las ocasiones especiales, para que Frank O’Kelly la viera en su máximo esplendor.
        Después de vestirse secó su pelo y peinó su venerado bigote marrón, para terminar de maquillarse ligeramente con un poco de sombra en los ojos y algo de carmín en los labios, y así, una vez compuesta, salió de casa para acudir a la cita de su nuevo pretendiente.

        Cuando buscas vas, sin remedio, al encuentro de tu destino. (Ryu Watanabe)


3.
        Exex llegó puntual al lugar de la cita, un solitario café donde el único camarero parecía dormitar con el ruido de fondo de una radio que sonaba con música de ópera. En el techo dos grandes ventiladores movían el aire, por encima de seis mesas de mármol blanco y una barra de madera antigua, detrás de la cual descansaban unas cuantas botellas y un espejo con marco estilo rococó. Se sentó en un taburete, junto a la barra, y pidió una limonada para la espera.
        Y allí se la pasó esperando, pues al cabo de media hora, ya con la bebida en el estómago, no había hecho nada más que recorrer con su mirada todos los rincones del solitario local, y aguantar esa música operística que nada le gustaba. La situación, en verdad, le parecía una mala broma y una falta de respeto, estar ahí perdiendo el tiempo por culpa de un hombre impuntual. Pero allí se mantuvo, entre sorbo y sorbo, creyendo que la puerta se abriría en cualquier momento, cuando nunca se abrió. Así que, tras pagar la consumición, frunció su bigote y decidió marcharse de una vez.
         Al abrir la puerta, de sorpresa, se topó con Frank O’Kelly que decidido llegaba a su encuentro.
        –¡Hola! –saludó–. ¿Ya te ibas?
        –Llevo cuarenta minutos esperando –se quejó, con un esbozo de sonrisa forzada.
        –Perdóname, ya sabes cómo está el tráfico en esta ciudad –se disculpó.
        –Bueno… –dijo Exex, aceptando la disculpa.
        O’Kelly entró, con su sonrisa ladeada, y tomó a Exex suavemente por la cintura para guiarla hacia una mesa, donde se sentaron. El camarero se acercó, con su paso cansado de no hacer nada, y pidieron un par de vermuts con aceituna incluida entre el burbujeante líquido rojizo de sabor amargo.
        –He pensado mucho en ti –dijo O’Kelly, mirándola a los ojos.
        –Yo, sin embargo, lo he pasado bastante mal –dijo apesadumbrada–, pues la noche que te conocí asesinaron a mi novio en la puerta de The Cube.
        –¡No me digas! –exclamó él–. ¡No sabía que Yves Belmont fuera tu novio! Leí la noticia en los periódicos… Desde luego, es una verdadera coincidencia.
        –Esa noche, antes de que lo asesinaran, había discutido con él –prosiguió Exex–; y creo que por lo que pasó entre nosotros todo se había terminado, cuando incluso deseé que se muriera, como luego sucedió… Para mí, ha sido terrible… –se lamentó bajando la mirada–. Ésa es mi coincidencia, pero creo que la tuya debe ser la de haber conocido a la ex novia de Yves Belmont…
        –Sí, más o menos, se podría decir así –dejó caer O’Kelly, sabiendo que la coincidencia iba mucho más allá de lo que ella imaginaba.
        –La verdad –continuó Exex–, me gustaría que todo hubiera sucedido de otra manera, pues siento algo de miedo… Es como ver la cara dramática y oscura de la vida; y a mí me gusta la otra, la de la felicidad.
        –No temas, las cosas pasan porque tienen que pasar –trató de tranquilizarla–. Supongo que le matarían por algo concreto… Tendría alguna cuenta pendiente… A veces la vida de las personas no es lo que parece.
        –Ya sé, pero siento un vacío en la boca del estómago cuando pienso en él, pues nunca se sabe dónde acecha la muerte y, cuando la ves tan de cerca, te das cuenta de lo poco que valemos; y me veo sola e indefensa, con una fragilidad que me aterra.
        –No lo pienses así, Exex, yo te protegeré –y, cariñosamente, acercó los labios para besarla en la boca.
        Exex recibió ese beso sin saber que en realidad estaba envenenado, y creía, sin duda, que aquel hombre era ahora su protector y estaba decidida en darle una oportunidad, pues no deseaba estar sola ni un solo segundo, quería quitarse el miedo y la mejor solución, pensaba, era la de tener alguien a su lado que fuera como un padre y su amante a la vez.
        –Me gusta que me hables así –dijo Exex, rozando el rostro de O’Kelly con su bigote.
        –Yo te protegeré, mi bigotuda preciosa, yo te protegeré…

        La promesa de un mundo maravilloso se sitúa en la nebulosa de lo efectivo. (Sarah Woldtrich)


4.
        Quedó en verse con O’Kelly, dos días más tarde, a las afueras de Central Park. Igual que la vez anterior llegó puntual al lugar de la cita, y él, del mismo modo, no se presentó a la hora indicada. Le esperaré quince minutos nada más, se dijo, y así lo hizo, pero O’Kelly no apareció en ese transcurso de tiempo, por lo que Exex se fue de allí caminando sin rumbo, de paseante nada más. La gente, como es de suponer, al toparse con ella se apartaba a su paso y todos se daban la vuelta para verla también por detrás. Mujer impresionante, sin duda, que sin proponérselo sobresalía del común denominador, como si una auténtica diosa caminara por las aceras de Nueva York. Así, no fue difícil que O’Kelly reparase en ella desde su coche descapotable, un Thunderbird de color rojo, cuando se dirigía a buscarla. Tocó el claxon para hacerse notar, pero ella siguió con su paso altivo sin volverse, pues sabía perfectamente que ese bocinazo era un tributo de admiración, como otros tantos silbidos, miradas y piropos de todo tipo, que siempre debía soportar con paciencia y naturalidad, y a O’Kelly no le quedó más remedio que llamarla por su nombre:
        –¡Exex! –gritó.
        Ella supo al instante que esa voz, tan profunda y varonil, era la de O’Kelly, que acudía al lugar de la cita donde ella ya no estaba. Se paró, miró hacia la calle, y vio a un sonriente O’Kelly dentro de un automóvil descapotable, pero, para su sorpresa, en compañía de dos llamativas mujeres con el rostro profusamente maquillado, pelucas rubias, y tan provocadoras como los escotes por donde sus grandes pechos hacían intentos por escaparse. Ellas, si acaso, eran las verdaderas merecedoras de una esquina nocturna, para mostrar el material de su cuerpo a los interesados que por ahí pasasen. Este detalle le pareció de lo más indecoroso, el tener que ver, aunque fuera de pasada, con gente tan baja y vulgar, no fuera que también la confundieran con una puta, aunque en este caso de lujo. Y miró furiosa a O’Kelly, apretando la mandíbula y sacando su bigote, no explicándose cómo era posible la estampa que tenía enfrente, del hombre que la pretendía, y ella deseaba, acompañado de semejante par de putones, pues éstas, por su apariencia, sobrepasaban la más grata denominación de mujeres galantes o de la vida. O’Kelly, al presentir que Exex no se iba acercar, tomó la determinación de bajarse del coche para ir a su encuentro.
        –¡Hola mi amor! –dijo, a la vez que abría los brazos.
        –No se te ocurra ni tocarme –le advirtió ella, enfadada.
        –No seas así, mi amor… Tan sólo llegaba unos minutos tarde –trató de excusarse.
        –¿Cómo? –preguntó incrédula–. ¿Unos minutos tarde? ¿Y te crees qué es por eso?
        –¿Entonces, por qué? –preguntó con un gesto de teatral extrañeza.
        –¿Y esas dos? –decía, ya temblándole el bigote al hablar–. ¿No me digas que son tus hermanitas?
        –¿Qué tienen de malo?
        –¡Qué parecen un par de putas! –respondió, alzando la voz.
        –Mira –dijo O’Kelly con paciencia–. No está bien que te refieras así de otras personas que, por ser como son, también merecen su respeto.
        –¿Y con qué clase de gente me quieres mezclar? –le preguntó ofendida.
        –Perdona, pero yo no te quiero mezclar con ellas.
        –¿Pero tú, quién te crees que soy?
        –Pues, mi bigotuda preciosa… –contestó en tono cariñoso, a la vez que la agarraba suave por la cintura.
        –¡Ay! ¡Déjame! –se quejó ella, pero sin rechazar su abrazo.
        –No te pongas así, porque me recuerdas a la única suegra que tuve.
        –Me pongo como tú me pones.
        –Bueno… Prometo no ponerte como yo te pongo. Te pondré como tú me pones… O sea, que tú y yo nos pondremos como tú me pones y como tú desearías que yo te pusiera… ¿Vale?
        –¡Ja! Tu simplicidad me abruma –apuntó Exex con cierta ironía.
        –Así está mejor… Chatina.
        –¡No quiero que me llames chatina! –protestó.
        –No seas así conmigo, por favor –seguía hablando con voz cariñosa–. Yo sólo quiero estar contigo para protegerte… Además, he de confesar que siento una admiración por ti que jamás haya despertado en mí ninguna otra mujer –y estas palabras, quizá, sonaron con cierta falsedad.
        –Bueno, eso me parece muy bien –continuó Exex, sin estar del todo convencida–, pero ésas, ¿quiénes son? –insistió.
        –Dos amigas –contestó O’Kelly con sonrisa postinera.
        –¿Cómo que dos amigas? –agregó indignada.
        –¡Ya cambia el soniquete! –dijo riéndose–. ¡Anda, ven, no te asustes…! –y, sin soltarla, la llevó hacia el coche.
        –¡Abajo! ¡Fuera! –ordenó O’Kelly a las prostitutas.
        –¡Venga, no seas así! –dijo una de ellas.
        –Y todo por esta remilgada –protestó la otra.
        –¿Es que no oyeron? –les urgió O’Kelly con chulería–. ¡Vamos, vamos! ¡Abajito! –añadió, chascando los dedos.
        Se bajaron del coche de mala gana, con gesto de enfado, mientras Exex subía al asiento delantero, y una de ellas, que iba enrollada en un leopardino abrigo, dejando al descubierto unas suculentas piernas vestidas de malla calada, le dijo a Exex con tono despectivo:
        –Bigotona estúpida, ya te llegará la hora en que…
        Y no pudo terminar sus palabras porque O’Kelly le soltó un tremendo rodillazo en el estómago, que le hizo contraerse del dolor.
        –Eso para que hables cuando no te mandan –dijo O’Kelly, escupiendo tajante sus palabras.
        Exex se quedó desconcertada, no sabía cómo reaccionar, mirando absorta aquel espectáculo con la incredulidad de lo que nunca se espera.
        –¡Ahora, a trabajar! –gritó furioso.
        Y después de dejarles las cosas claras dio la vuelta al coche y entró en él, sentándose junto a Exex.
        –Ves cómo me preocupo por ti… –dijo, satisfecho.
        –¿Pero tú qué eres? –preguntó confundida, mientras O’Kelly reiniciaba la marcha.
        –Soy un hombre de negocios –respondió con naturalidad.
        –Negocios de proxenetismo… ¿No?
        –Sí. ¿Tiene algo de malo?
        –Sí, que eres un sucio y chulo hijo de puta –contestó con asco.
        O’Kelly calló y siguió conduciendo con cara agria, virando una esquina tras otra hasta llegar a un desierto callejón, donde paró el coche para luego fijar, inmediatamente, su mirada en los ojos de Exex.
        –Soy proxeneta, ¿y qué? –le dijo, amenazante, a la vez que la agarraba con violencia por el cuello–. ¿Qué le vas a hacer? –siguió preguntando con expresión de locura en los ojos.
        Exex no respondió, pues tenía mucho miedo y no llegaba a comprender cómo ese hombre podía comportarse así. Todo ahora le parecía un mal sueño, una mentira, de que lo que estaba viviendo era una ilusión.
        –¡Contesta! –gritó enfurecido.
        Y Exex salió de su probable sueño, al comprobar que era de verdad.
        –No, no… no sé –contestó entrecortada.
        –¡Nunca nadie sabe nada! –parecía loco–. ¡Viven sin saber nada!
        Y riéndose como un sádico enajenado comenzó a besarla violentamente, echando babas como un perro rabioso, succionándole los labios y los pelos del bigote. Exex sentía ahogarse en un pozo profundo y oscuro, pero en lo insufrible de esa profundidad gozaba, semejante a un escalofrío erógeno que le recorría cada fibra de su cuerpo. ¿Sería ahora masoquista? ¿O era la atracción que sentía por aquel maníaco enfurecido? Sin embargo, todo le era confuso y tenía ansias de querer mucho más, de explorar dentro de aquella pesadilla. O’Kelly le introducía con fuerza la lengua por un orificio de la nariz, mientras ella se dejaba hacer lo que fuera, paralizada de miedo pero gustosa con esa terrible sensación de estar al borde de la locura. O’Kelly ahora jadeaba como un animal, bajando hacia sus pechos, metiéndole la mitad de la mano dentro de la boca, casi ahogándola entre arcadas, y ella seguía disfrutando cada vez más. Pero las imágenes pasaban por su cabeza diciéndole que algo no estaba bien, y la contradicción entre la lógica y sus deseos también hacían su lucha interna, con lo que Exex no fue capaz de abandonarse del todo en ese incompresible vacío. Así, movida por un pensamiento fugaz, como un acto reflejo e imbuida por la violencia del momento, empujó a O’Kelly para quitárselo de encima con la intención de huir de esa placentera locura que no era capaz de asimilar.
        –Me gustas mucho…
        Le dijo O’Kelly con la mirada imposible, pues sus ojos, uno de cada color, parecían tener vida propia y ser independientes el uno del otro, como si pertenecieran a personas distintas, cuando uno le miraba con ternura y el otro inundado de violenta lujuria, y Exex, ante tan desconcertante mirada, sintió algo más que humedad en las braguitas.

        El delirio de no saber lo que sucede, es como el abismo de la mirada imposible de un ciego. (Román D’Artigues)

    
5.
        Exex hizo las maletas y decidió, por incomprensible que parezca y a pesar de todo pronóstico, irse a vivir con O’Kelly tras un par de semanas de relación. Él fue quien se lo propuso y ella accedió sin saber exactamente por qué, no se pudo negar, sentía perder la voluntad por él hasta el punto de doblegarse a sus deseos, incapaz de resistir una fuerza parecida a un embrujo. Necesitaba saber lo que era convivir con un hombre y no seguir estando sola, para apreciar en su propia piel, en su interior, todos aquellos misterios que con la distancia lógica de la edad un día habría de descubrir. También, por su juventud, tenía ganas de disfrutar una nueva libertad, como la que siente que estrena un tiempo lleno de aventuras interesantes que le esperan, sin más, para ser recorridas con el ansia de su efímera duración, y así, con tales intenciones, muy alegre y decidida, abandonó su apartamento en Queens después de liquidar la cuenta con el casero. 
        Abajo, en la calle, paró al primer taxi que pasó por su lado…
        –¿Me ayuda a meter esto? –preguntó Exex amablemente.
        –No, hágalo usted –contestó serio el taxista, un hombre ya entrado en canas y arrugas.
        Exex abrió la puerta y comenzó a introducir el equipaje con dificultad. ¡Qué pedazo de cabrón!, pensó, mientras que con un poco de esfuerzo logró meter las dos maletas.
        –Ve cómo usted podía sola –dijo el taxista.
        –Sí, pero hace usted gala de poca caballerosidad –se quejó ella.
        –¡No te fastidia la tía! ¿No querían igualdad? ¡Pues toma igualdad! Se acabó la caballerosidad, eso forma parte del pasado.
        –Bueno… Lléveme al 69 de la 74th. street, en Bensonhurst.
        De acuerdo –dijo, a la vez que bajaba la bandera y arrancaba.
        El taxista no hacía más que observar a Exex por el espejo retrovisor, con los ojos pegados en su reflejo.    
        ¿Sabe que está usted muy bonita con ese bigote? –dijo el taxista, mascando las palabras con cierta repugnancia.
        ¿De verdad? –contestó Exex, como dirigiéndose a un imbécil.
        Sí, eres una maravilla.
        Maravilla que no catarás –le cortó con aspereza.
        Eso nunca se sabe, a lo mejor algún día… dijo, insinuante.
        Es usted un grosero replicó Exex.
        Yo, en mi taxi –dijo con insolencia–, soy lo que me da la gana… Así que no te quieras pasar de lista, no sea que te pase lo que un día le pasó a una negrita que se puso como tú –amenazó, pronunciando semejante trabalenguas.
        No me importa –dijo Exex, con ánimo de desviar la conversación.
        ¿De verdad no te gustaría saber cómo acabó? –insistió el taxista, mirándola fijamente por el espejo.
        Ya le he dicho que no... No me gustan las historias de negritas violadas.
        ¿Y quién te dijo que la violé?
        Me lo figuro –respondió con desdén, mientras miraba a través de la ventanilla hacia ningún lugar.
        Pues no la violé… ¡La asesiné!
        Exex se sobresaltó con tal declaración, pues el taxista lo dijo bastante serio y convencido, sin dejar de observarla con sus ojos neuróticos.
        Mira bigotona –y rebuscó debajo del asiento para sacar una barra metálica–, con esto la golpeé en la cabeza y le rompí el cráneo –dijo, sonriendo–. Manaba mucha sangre oscura y espesa. ¿Sabes?
        El taxista hablaba con naturalidad, convencido de sus palabras, por lo que Exex cada vez estaba más nerviosa, preocupada e incómoda, soportando sin remedio el acoso.
        –¡Por favor, cállese! ¡No quiero escucharle más!
        Ya te pones nerviosa, ¿eh?... Lo mismo le pasó a esa negrita… Si no lo crees, puedes mirar el asiento…
        Exex miró, para ver a lo que se refería el taxista, y pegó un grito de horror mientras se tapaba la boca con las manos, en actitud de asombro y para contener una repentina náusea, pues el asiento estaba manchado con algo que parecía sangre reseca de color marrón.
        Ves cómo era verdad…
        Agregó excitado el conductor cuando, en ese preciso instante, el taxi tuvo que parar frente a un semáforo en rojo de una calle desierta de vehículos y transeúntes, y, aprovechando la ausencia de testigos incómodos, se volvió con la barra de hierro en la mano al compás de un grito desencajado:
        ¡Y ahora te toca a ti!
        Exex se apartó rápido, con un movimiento reflejo, y el golpe se estrelló contra una maleta. Luego, hecha un manojo de nervios, abrió la puerta y a tropezones logró salir del coche para huir desesperada de las garras de aquel asesino serial, que no tuvo tiempo nada más que para intentar lancearla un par de veces en las costillas con la barra.
        El taxista se quedó alterado, poseso de su locura, invadido por la impotencia y la decepción que le produjo aquel golpe tan poco certero, cuando vio cómo ella reaccionó para abrir la puerta y escapar.
        ¡Ven aquí desgraciada! ¡Ven para que te mate! –gritaba furioso, tanto que en su cuello rojizo se le hinchaban las venas a punto de estallar.
        Entonces arrancó en reversa para perseguirla, con la puerta trasera abierta, pero Exex, en su frenética carrera, en la que también perdió los zapatos (pues las dos maletas se quedaron en el taxi), logró meterse por una zona peatonal que era el acceso hacia un pequeño parque, para así escapar del taxista. Tenía tanto miedo que continuó corriendo, sin mirar atrás, hasta quedarse sin fuerzas y caer desfallecida con las piernas acalambradas en un callejón, ante unos cubos metálicos repletos de basura.
        Allí, entre la mierda, estaba sentado un repulsivo y sucio vagabundo, de los que se visten con malolientes ropas de añejo orín, el uniforme negro y gris de la suciedad acumulada por años, con el pelo y la barba llenos de marañas y de liendres.
        –¿Y tú, qué haces ahí? –preguntó el vagabundo con su voz ronca, sosteniendo una botella de alcohol medio vacía entre sus asquerosas manos de costra ennegrecida.
        Exex no pudo contestar porque estaba exhausta, y sólo escuchaba esa voz como un eco, sin saber con exactitud su procedencia.  
        –Seguramente me vienes a robar, ¿eh?... Como el otro día, que unos hijos de puta con la cabeza rapada me golpearon y luego me quitaron la botella y la estamparon contra el suelo… Esos cabrones me molieron a patadas cuando intenté lamer el líquido derramado en el piso –y bebió con ansiedad, vertiendo parte del alcohol por la cara, y luego continuó–: Tú eres joven y puedes hacer lo mismo que esos hijos de puta, pero antes de que lo hagas te mataré, juro que te mataré.
        El vagabundo, dominado por la borrachera, se levantó ansioso de venganza y sacó una navaja del bolsillo de su raído abrigo, que abrió sin más dilación. Se acercó hacia Exex, que seguía tirada en el suelo, y se arrodilló junto a ella. Alzó el brazo con la navaja en el aire, apuntándola hacia el cuello, cuando Exex le suplicó con la voz quebrada:
        –¡No! ¡Por favor! ¡No me mate!… ¡Sería el segundo en intentarlo el día de hoy!
        –¡Cómo! ¿Qué no soy el primero? –se preguntó contrariado, a la vez que abandonaba su actitud agresiva–. ¡Qué emoción tendría matarte hoy! A nosotros, la pobre gente, siempre nos sale todo mal –dijo apenado–. Además, ahora resulta que eres una mujer; una mujer con bigote, eso sí, cuando yo te creía un jovenzuelo detestable…
        Y el vagabundo regresó de nuevo hacia su rincón, llevándose toda la amenaza y el mal olor entre la basura, y se sentó decepcionado. Se le vieron resbalar, en ese instante, unas lágrimas que se iban enturbiando a medida que recorrían su sucia piel. Exex se reincorporó, no sin cierta dificultad, con la única intención de salir de ahí lo antes posible, caminando con un miedo que le hacía mirar en todas direcciones.
        Ya recuperada un poco del susto, y al llegar a una calle más transitada, se la jugó de nuevo al tomar otro taxi, que sí la llevó sin problemas hasta el barrio italiano de Brooklyn, frente al antiguo edificio de cinco plantas donde vivía O’Kelly. Por fin se sintió más tranquila, de saber que llegaba al que ahora sería su nuevo hogar. Se internó por el portal y tomó el ascensor, hasta pararse frente a una puerta donde se leía con letras doradas: 4C. La abrió, con la llave que él le había dado, y entró.
        El lugar no estaba nada mal, aunque un tanto estridente en su decoración, con reproducciones baratas de arte erótico en las paredes, un juego de sofá en charol rojo y una alfombra negra peluda, en lo que parecía el salón principal y a la vez recibidor, donde al final, en un rincón, también se observaba una pequeña barra de bar. El suelo era de parquet, ya con el barniz desgastado, pero de un primer vistazo el salón se veía amplio y daba buena impresión. Por un momento se olvidó de lo sucedido, pero pronto cayó en la cuenta de que tenía la ropa sucia y se había quedado sin maletas. Rendida ante el cansancio, pensó que lo mejor sería echarse a dormir un rato mientras esperaba la llegada de su nuevo amor. Entonces, se dirigió a la habitación. Se quedó sorprendida al entrar y toparse con un verdadero palacio del sexo, con una cama gigante y las paredes forradas de espejo, donde una bola de discoteca pendía del techo, con varias lámparas de pie y el correspondiente control para el juego de luces. Se asomó al baño contiguo, también con la intención de hacer pipí, y mientras orinaba se fijó en la gran bañera redonda que tenía frente a ella. Al terminar, secó su cosita y regresó a la habitación donde, por fin, se desnudó para meterse entre las algodonosas sábanas. Y sobre este mudo testigo, blando y excitante, de noches de sexo y pasión, se quedó dormida Exex.

        Descanso indemne, sueño sublime, el tiempo detenido, mar sin olas y la luz de luna sobre la caverna; así te veo cuando llega la muerte… (Ferdinad Roussel)



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