
4.
Acabaron en una discoteca del bulevar
principal, pues aquellas pastillas rosas les incitaban a seguir bailando y
disfrutar de la nocturnidad. La vibración de la música atravesaba sus cuerpos
con la onda contagiosa que los movía, y sentían fundirse con el ambiente entre
las luces de colores de una penumbra sideral. Así estuvieron hasta que disminuyó
el efecto de la droga, para salir flotando en algodones, con una sonrisa
placentera, a los destellos de la noche que percibían con un halo difuso. Ya
era la hora de regresar al hotel, y así lo hicieron.
Nada
más entrar en la habitación la ropa cayó al suelo y se amaron impetuosamente,
para luego dormirse abrazados bajo las chispas de colores que surgían en algún
rincón de sus cerebros. Exex, en sueños, caminaba por la bruma con el
movimiento ligero de una brisa que azotaba su túnica blanca. Los espesores
violetas de la neblina le infundían cierta inquietud, cuando a su paso se
abrían, como laberintos, escaleras y corredores interminables. Buscaba algo sin
saber qué era. Emergían puertas a su izquierda y derecha, y se internaba por
ellas pero allí sólo había habitaciones siempre vacías. Pasó a otra parte del
espacio, dividido por visillos de vaho. Entonces aparecieron hombres morenos y
mujeres pelirrojas que hacían el amor esparcidos por un gran salón. Pelirrojas
y más pelirrojas. Se sentía confusa y buscaba a Max por todos lados, pero no lo
encontraba, sólo veía mujeres pecosas ahí donde mirara. Comenzó a correr por lo
ancho del espacio saltando parejas hasta abandonar la región de los tules. Sofocada
en su frenética carrera entró en un lugar desconocido, impreciso, una extensión
sin materia. Caía por el vacío con la atracción de una leve gravedad,
acercándose hacia un punto que tomaba la forma de una copa alargada llena de líquido
burbujeante de tonalidad amarilla, una piscina cilíndrica con paredes de
cristal. Se estrelló aparatosamente contra el fluido, salpicando a su
alrededor. Se ahogaba y se aferró a una burbuja para subir a la superficie. Ya
podía respirar; pero ante ella estaban Max y la pelirroja sumidos en caricias,
riéndose a carcajadas de ella. No aguantó la traición; tenía un cuchillo en su
mano y, sin pensarlo, pegó un salto hacia Max para acuchillarle en medio del
pecho. Su sangre lo teñía todo de rojo y la pelirroja se diluía en su color,
mezclándose con el líquido burbujeante. Entonces comenzó a ahogarse con este
crimen, no podía respirar y se despertó agitada… A su lado, en la cama, ya no
estaba Max. Se levantó y fue a mirar al baño, pero estaba vacío. Sus cosas
seguían ahí, exceptuando la ropa que usó en la noche. Entre el sueño y la
misteriosa desaparición se sentía confusa y enojada. ¿Dónde habría ido?
Decidió,
sin pensarlo dos veces, vestirse y salir en su busca.
Fue al garaje y el coche tampoco estaba.
Optó por coger un taxi en la puerta del hotel…
Recorría las calles desiertas en busca del
bungalow de la fiesta y el sol despuntaba al alba. Tardó veinte minutos en
llegar. Afuera ya quedaban pocos coches, apenas unos cuantos desperdigados.
Entró por la puerta del jardín y se dirigió hacia la parte trasera. Ya se había
acabado el jolgorio, solamente continuaban algunas parejas charlando y algún
desquiciado por el alcohol entre monólogos. Dentro de la casa, en un gran
salón, encontró un corrillo de gente esnifando cocaína, con el olor de la marihuana
de varios canutos que daban vueltas. Todos la miraron al entrar y la invitaron
a que se acercara.
–¿Quieres?
–preguntó el que hacía el reparto.
–Sí
–aceptó.
¡Ya
que más le daba! Le hicieron un sitio y esnifaron por turnos, cediéndole, por
supuesto, el primero a la bella y recién llegada bigotuda.
–¿Oye? –preguntó Exex, dirigiéndose al que le
había invitado–. ¿Has visto a una pelirroja con un vestido verde que estaba
antes por aquí?
–¿Por?
–Es
amiga mía –aseguró Exex.
–Creo
que se fue hace un momento. La vino a buscar un tipo.
–¿Cómo
era él? –preguntó algo inquieta.
–No
sé, no me fijo en eso –contestó, tratando de esquivar la pregunta.
–¿No
era uno con tupé y vestido de negro? –insistió Exex.
–Te
he dicho que no lo sé.
Exex estaba nerviosa y con los efectos de la
cocaína aún más, de tal modo que los pelos del bigote le temblaban. Ahora su
preocupación era que Max se hubiera ido con la pelirroja, por eso fumó un poco
de marihuana para calmarse de un joint
que de repente le cayó en las manos.
No tenía nada más que hacer ahí y se levantó,
despidiéndose de aquella gente que seguía esnifando sin parar. Le asaltaban mil
imágenes e ideas, todas nefastas y desconfiantes, y decidió regresar al hotel para
esperar.
En el jardín tuvo que soportar que algunos
hombres se dirigieran a ella, con intenciones que no deseaba.
–¿Ya
te vas, preciosa?
–Sí…
Lo que venía a buscar ya no está –contestó segura para quitárselos de encima.
–Y lo que yo buscaba, parece que se quiere ir
–murmuró un rubiales de mirada sagaz.
A
Exex, en ese instante, le apareció un súbito deseo de venganza y pensó que
aquel joven sería ideal para un desquite en madrugada.
–Si
es así, me quedo –contestó Exex.
–Vamos
–dijo él.
La tomó de la mano y así entraron en la casa,
y por unas anchas escaleras, que ascendían en semicírculo, subieron a la planta
superior en busca de una habitación vacía. Por una puerta salió una pareja extasiada,
que se cruzó con ellos y les hizo una señal para ocupar el lugar que acababan
de dejar. Con el corazón convulso se dejó llevar hasta la habitación, donde
había una cama gigante llena de cojines y un televisor encendido con una
película pornográfica de una sesión de fornicación múltiple. Se desnudaron y el
rubiales se sirvió un par de dosis de cocaína sobre un espejo. Luego, llegó la
hora de las caricias y de intentar hacer algo que no se pudo, pues aquel muchacho
había esnifado tanto que cualquier intento de lograr una erección efectiva fue
imposible, y la cosa se quedó en un poco de sexo oral y unos cuantos besos.
5.
Al medio día Exex llegó a la habitación
del hotel. Max estaba en el baño afeitándose y vestía un kimono negro.
–¿Dónde
has ido? –preguntó tranquilo.
–A
buscarte –respondió.
–¿Adónde?
–A
la fiesta… no sé, por ahí –contestó, tratando de contener los nervios–. ¿Y tú,
dónde fuiste?
–A
hacer una llamada telefónica –respondió sin titubear.
–¿Y
por qué no llamaste desde aquí? –preguntó con desconfianza.
Max no respondió al instante y se hizo un
pesado vacío en la conversación.
–Desde
aquí no pasan llamadas de larga distancia –dijo luego.
–¿Y tuviste que coger el coche para salir a la
calle a telefonear? –insistió con el fin de acorralarlo.
–Era
una llamada importante a mi distribuidor; no podía hacerla desde cualquier
lugar.
–Eres un cretino… Yo hubiera tenido más
imaginación –dijo con desprecio.
–¿No
me crees?
–Eres
un cretino, Max –repitió, dándole la espalda.
La duda es la indecisión, la indecisión la
desconfianza, y ésta la prevención. (Saraswati
Singh)
6.
La crisis les llegó pronto, pues Exex
no supo adaptarse a las formas libertinas de un saltador de ambientes, y corría
el grave riesgo de actuar con Max como James lo había hecho con ella. Parece
que al final todas las personas, por pertenecer a una misma especie, son
similares en la resolución de ciertas actitudes posesivas que se manifiestan,
de un modo u otro, con la naturalidad establecida a partir de unos usos y
costumbres aceptados por la mayoría. Y la manera de pensar de Max era otra muy
distinta, cuando sus relaciones con las mujeres no se basaban en la fidelidad
(condición que por otro lado no reclamaba para sí), sino en una libertad de
actos que no requerían justificación. Pero él cometió el error de no explicarle
a Exex el ideario de su filosofía personal, cuando le llegó a prometer,
incluso, esa lealtad que luego se veía incapaz de cumplir. Ahora las mentiras
se encadenaban una tras otra para obtener, a costa de la incertidumbre, la
emoción de sortear esas dificultades en lo que suponía toda una trama
psicológica tan adictiva como la de un cleptómano o un ludópata. Y dentro de
esta correspondencia, viciada desde su origen, ella se había enamorado sin
remedio dejándose llevar por el frenesí, cuando lo más difícil era precisamente
lo que más anhelaba, lo que se iba conformando poco a poco en una verdadera
obsesión.
Ahora
no perdía de vista a Max ni un solo instante, y analizaba sus comportamientos y
cada palabra bajo la lupa y distorsión de sus paranoias. En su gesto se
percibía un rastro de sospecha, y su bigote se adornaba con la gravedad de un
rictus de amargura. Max, en contra de lo que se podría imaginar, disfrutaba con
esta oposición, por ser las reglas del juego más estrictas y así su práctica
más arriesgada y emocionante. Él hacía uso de la farsa y la ironía, cuando Exex,
en contrapartida, se calmaba por medio del olvido que otorga el paso del tiempo
como bálsamo sobre las heridas del corazón, y así, pasadas las horas, recuperaba
otra vez la confianza. Entonces volvían a hacer el amor con ímpetus renovados,
aplicando distintos rituales eróticos que Max ponía en práctica y que, de
alguna manera, como una poderosa droga los encadenaba a una pasión compartida
entre el sexo y los sentimientos más sublimes. Hacían el amor donde fuera y
como fuera, cinco o seis veces al día, bajo una concepción tántrica en la que
Max no siempre eyaculaba y con una diversidad de posturas copulares. Así, con
la rapidez de su vertiginosa relación, Exex cada vez se sentía más atraída por
Max, deseándolo como a nadie en la vida.
7.
Ya una vez rebajada la tensión
decidieron viajar al campo, para romper con la monotonía y así cambiar de
aires, aunque fuera por unos días, tomando rumbo hacia las montañas del norte.
Exex iba al volante y Max, a su lado, buscaba en el dial de la radio algo de
música al gusto de los dos.
–¡Aquí
está! ¡Ésta sí es buena! –exclamó a la vez que comenzaba a moverse al ritmo de
la música, dentro del reducido espacio de su asiento.
Exex pisó a fondo el acelerador y la aguja
del velocímetro, inclinándose hacia la derecha, amenazaba con salirse de su
sitio. El árido paisaje era un telón desfigurado, con formas que dejaban atrás
consumidas por el motor embravecido de un descapotable que parecía volar.
Llegaron pronto a los pies de un grupo
montañoso, cubierto en su cima de grisáceos nubarrones que amenazaban con
romperse en millones de gotas. El sol había desaparecido y un viento molesto
soplaba con fuerza. Se estacionaron a un lado de la carretera para desplegar la
capota, justo cuando comenzaba a llover. La tormenta se hacía previsible.
–¡Menudo
día elegimos para salir al campo! –exclamó Exex, resignada.
Al llegar al primer pueblo, decidieron
inscribirse en el único motel del lugar. La población parecía no estar muy animada,
pues los lugareños se dedicaban, casi en exclusividad, a trabajos relacionados
con el campo como agricultura y ganadería; no obstante, funcionaba un
club-discoteca los fines de semana, al que los pueblerinos iban a beber cerveza
y emborracharse. Las opciones, desde luego, no eran muchas, así como para cenar
de manera decente, y no les quedó más remedio que hacerlo en un burger, a un lado de la carretera. Comieron
lo propio: un par de hamburguesas con papas, acompañadas de unas cervezas, y de
postre unas pastillas rosadas con forma de corazón. Afuera no paraba de llover
y el letrero de neón de la discoteca, parpadeando en la inclemente oscuridad,
les llamaba con sus formas de colores como la única invitación posible para
aquella noche.
La
discoteca era un simple baile, con tres mesas de billar y música muy comercial
y pasada de moda. Los clientes iban a juego con el entorno, de una decoración
más bien caduca, y en su mayoría eran pueblerinos enrojecidos por el sol, que,
nada más entrar, les miraron con la extrañeza que les causaba la presencia de
dos forasteros de apariencia tan poco común. Las mujeres, del mismo modo, no
eran como Exex, y no por el hecho de ser una divina y exclusiva bigotuda sino
porque se echaba en falta en aquéllas cualquier tipo de clase, al ser el
equivalente femenino de los hombres del lugar.
Era
un poco incómodo sentirse observados como si fueran bichos raros, y en especial
Exex que llamaba tanto la atención con su prominente mostacho. Aun así
decidieron tomarse algo, pues no había otro lugar y las pastillas de éxtasis
comenzaban a hacer su efecto, y no era cuestión de marcharse al cuarto del
motel a subirse por las paredes. Pidieron, por tanto, un par de limonadas para
refrescar sus gargantas, y fue una sorpresa para los presentes el hecho de que no
bebieran alcohol y algún comentario despectivo sonó al respecto, en el sentido
de que Max era poco hombre por tomarse una limonada, y todos rieron las ofensas
con sus feas dentaduras. Max se hizo el sordo, como si con él no fuera la cosa,
pero las miradas de aquellos animales no cesaban de escrutarlos con hostilidad.
Los percibían, en definitiva, igual que una atracción de circo o algo por el
estilo, cuando Exex, como siempre, con esa sensualidad suya tan característica provocaba
erecciones allí donde fuera.
–¿Has
visto qué tipejos? Son lamentables –comentó Max, en voz baja.
–Déjalos,
están en la Edad
de Piedra.
–Yo
diría más: son el eslabón perdido.
Sus comentarios les arrancó una risa ligera,
y luego se besaron sintiendo encima las miradas de envidia de los que deseaban
estar en su lugar. En ese momento se les acercó un tipo alto y flaco, de pelo
rubio, con andares de pato bravucón, que se vestía con camisa a cuadros y
pantalón de peto. Pidió una cerveza al camarero y, a continuación, le sugirió a
Max que la pagase.
–Págala
tú, que ya eres mayorcito –fue la contestación de Max.
–Te
he dicho que la pagues –le conminó el gañán, enseñando sus amarillentos dientes
separados.
–¡Qué
te jodan! –fue su respuesta.
El gañán, al instante, se lanzó sobre Max
para golpearlo, pero él lo esquivó a la vez que le metía el puño con fuerza en
la boca, rompiéndole un par de dientes que cayeron al suelo. Casi doblado por
este certero derechazo trató de incorporarse, pero Max lo remachó con otro golpe
que le hizo crujir la nariz y lo dejó sentado entre gritos de dolor.
Éste fue el detonante y todos se abalanzaron
sobre Max, con la intención de lograr lo que su paisano fue incapaz. Le llovían
los golpes por todos lados y Max, a duras penas, trataba de esquivarlos
respondiendo al envite. Eran tantos que a traspiés logró zafarse, no sin antes
recibir un mordisco que le arrancó parte del lóbulo de la oreja y llevarse
algunos golpes más.
–¡Corre Exex!
Gritó
al huir por la puerta, pero ella ya le esperaba en la calle… En una dramática
carrera llegaron hasta el coche. Max intentó arrancar, pero el motor no
encendía por la humedad resultante de la fuerte lluvia. Seguía intentándolo,
dominado por los nervios, pero no había manera, y los pueblerinos, mientras
tanto, se acercaban enardecidos hacia ellos gritando:
–¡A
por el forastero! ¡Qué no se escape!
Ya estaban a unos cuantos pasos y por fin el
motor rugió, para salir en derrape sin dejar de aprovechar la oportunidad para
atropellar a un par de ellos, que se retorcieron sobre el barro como lombrices
pisoteadas. Max sangraba por la oreja y miraba nervioso a través del espejo
retrovisor, para comprobar si los perseguían, cuando a lo lejos pudo divisar
las luces de tres vehículos. Conducía a toda velocidad sobre el pavimento que
brillaba por el agua, en descenso por la serpenteante carretera, y entonces se
le ocurrió una idea magistral. Disminuyó la velocidad y, tras rebasar una curva
peligrosa trazada en desnivel, paró a un lado de la carretera. Bajó del coche a
toda prisa y sacó del maletero una lata de aceite, que derramó sobre el asfalto
en medio de la curva. Arrancó y condujo un poco más abajo, durante al menos un
minuto, para estacionarse fuera de la carretera escondido tras unos matorrales
y apagar las luces.
–Espero
que esto funcione –dijo Max, con la respiración agitada.
–¡Ojalá!
Sentían el nerviosismo en las mandíbulas
apretadas, y sus corazones latían acelerados con la preocupación de la fatídica
espera. Las tres luces se agrandaban a medida que descendían a gran velocidad
por la empinada carretera. El primer coche derrapó y dando vueltas se precipitó
por la pendiente, el segundo corrió con la misma suerte, y el tercero pudo
frenar y se quedó justo en el borde del declive como un balancín.
Max, sintiéndose ya triunfador, encendió las
luces y tocando el claxon alborozado se despidió de aquellos gañanes entre
carcajadas. Exex encendió la radio y empezaron a corear exaltados la canción
que era el éxito del momento, pues aquellas pastillas rosas hacían un efecto
maravilloso.
Esta escapadita les ayudó a olvidar los
viejos rencores y para darse cuenta de que un suceso repentino podía cambiar el
rumbo de su historia.
Ante el peligro siempre surge,
ineludiblemente, la alianza o la traición. (Lao Tse Wang)
8.
–Sólo te digo una cosa: estoy cansado
de estar en la cama –se quejó Max.
–¡Vámonos!
–exclamó Exex.
Salieron de entre las sábanas y Max se tuvo
que bañar con alguna precaución, ayudado por Exex, pues las heridas de la
reyerta estaban aún recientes.
En
la playa el sol caía con aplomo, pero no era impedimento para que se viera
invadida por una multitud disfrutando del suplicio de tomar una tonalidad más
tostada en la piel, en un día de esparcimiento entre chapuzones y juegos a la
orilla del mar.
–¡Uf!
¡Qué calor! –se quejó Exex–. ¿Te vienes a dar un baño?
–No.
Prefiero seguir tomando el sol.
Exex
entraba poco a poco en el agua, estirándose como si caminara de puntillas, a
través del oleaje que rompía suave contra su cuerpo. Luego se dejó arrastrar
por la corriente, sumergiéndose de vez en cuando, y flotar al capricho de las
olas que la llevaban hacia tierra para encallar como una preciosa sirena de la
especie bigotuda. En esa posición miraba la mancha homogénea del cielo, bajo el
sonido de las olas, detenida en ese rumor que era como una especie de mantra para la meditación, o sea, para
dejar escapar las ideas hacia el infinito y tratar de ver una luz que crece en
tu interior. Pero Exex no pudo concentrarse todo el tiempo en el sonido, ni
mucho menos ver la luz, y levantó medio cuerpo para mirar hacia la arena y
observar algo que le causó un vértigo desagradable, pues una mujer, que parecía
pelirroja, estaba sentada junto a Max. Se puso en pie, con el corazón en un
vuelco, y dirigió sus pasos hacia allí, cuando en ese instante la pelirroja se
alejó caminando en otra dirección, perdiéndose entre la gente.
–¿Qué
hacía ésa por aquí? –preguntó Exex, con una expresión que le hacía fruncir su
bigote con desagrado.
–Quería
fuego para un cigarrillo –contestó con su tranquilidad habitual.
–¡Mentira!...
Os conocéis de algo –le acusó airada.
–Te
juro que no… ¿Acaso no me crees?
–No,
no te creo –contestó inquieta.
Max
la abrazó para calmarla y, tomándola por la cintura con ambas manos, le dijo en
tono reconciliador y cariñoso:
–Créeme… No tengo nada que ver con esa pecosa,
ten confianza en mí, no te preocupes, sólo soy para ti y tú para mí.
–Es
que son demasiadas coincidencias… –decía, sin dar crédito a las palabras de
Max.
–No
creo que sea tan extraño, aquí viene todo el mundo y no es raro encontrarla,
pues ya estaba por aquí el otro día.
–¿Y
también en la fiesta?
–Nos movemos en el mismo ambiente, es como
nosotros y tendrá los mismos gustos.
–Pero
no puedes negar que te gusta… –dijo Exex, suspicaz.
–Creo
que es al revés; quizá sea yo el que le gusta –respondió–. Pero no puedo hacer
nada contra eso.
–Puedes
ignorarla…
–¿Qué
quieres, qué le escupa en la cara?... Me parece absurdo que estés otra vez con
tus celos, deberías tener más confianza en ti misma.
–Vale,
vale. Lo olvidaré. Lo sacaré de mi cabeza –concedió.
Y se tumbaron en las esterillas para seguir
tomando el sol, mientras Exex seguía con la preocupación, sin poder olvidar la
presencia de aquella pelirroja que se había convertido en un verdadero problema.
Se veía incapaz de aceptar los argumentos de Max, pues todas las coincidencias sobrepasaban
lo admisible, además de la corroboración del descaro de unas miradas que invalidaban
cualquier excusa.
Todo
el universo gira en torno a un punto y hasta la casualidad se deshace.
(Paul Bouilhet)
9.
Aquella noche hacía un calor insoportable,
pegajoso, de esos que hacen difícil conciliar el sueño y has de intentarlo
desnudo sobre la cama, con las ventanas abiertas de par en par. Exex estaba con
los ojos cerrados, inmóvil, en la antesala de los sueños, sin conseguir
despejar las imágenes de su mente y los pensamientos. Notaba las sábanas
húmedas pegadas en la espalda, en los riñones, y oía la respiración de Max
junto a ella. Así, en ese estado, llevaba dos horas tratando de dormirse.
Max
abrió los ojos y giró la cabeza para mirarla… “Está dormida”, pensó. Con mucho
cuidado, con intención de no despertarla, salió de la cama casi escurriéndose.
Exex se percató de la maniobra pero continuó sin moverse, pues pensó que Max
iría al baño… Él comenzó a vestirse muy despacio, sin dejar de mirarla, y salió
de la habitación girando con suavidad la perilla al cerrar la puerta.
Exex
brincó de la cama al instante, en cuanto Max abandonó la habitación, y se puso
a toda prisa lo primero que encontró: el camisón casi transparente que estaba
junto a la cama y el chaleco de plumas negras que colgaba en el respaldo de una
silla, y así, con unas chanclas de fantasía en los pies, se presentó en el hall del hotel mientras por enfrente, en
la calle, vio pasar a Max dentro del coche. Tuvo suerte de que en la puerta, al
final de las escalinatas, estuviera un taxi estacionado con un chofer que
dormía dejando colgar el brazo por la ventanilla.
El taxista, en un sorpresivo despertar, pudo
ver a una mujer bigotuda que, vestida de manera muy extraña, le gritaba con los
ojos desorbitados y sin poder contener la excitación:
–¡Siga
a ese coche! ¡Rápido, rápido! ¡Siga a ese coche! ¡Por favor!
Entró
en el taxi casi a traspiés, cerrando de un portazo, y arrancaron sin más demora.
Ahora sabría la verdad y el destino de sus escapadas nocturnas. Sentía el
corazón asido en un puño, con acelerado latir, al ver en la distancia las luces
traseras del descapotable.
–¡No
lo pierda! ¡No lo pierda! –le decía al taxista, hecha un manojo de nervios.
Y
el taxista, de lo más eficiente, iba detrás de esas luces rojas con la debida
precaución para no levantar sospechas, dirigiéndose hacia el sur de la ciudad…
Tras un rato llegaron a una zona de playa donde había unos cuantos bungalows de
madera, que en la noche se difuminaban en contraste con el mar, y las luces
rojas se apagaron junto a uno de ellos.
–¡Pare,
pare! ¡Déjeme aquí! –le pidió al taxista, sintiendo que se le salía el corazón
por la boca.
Se
bajó del taxi y vio entrar a Max por la puerta del bungalow, donde se encendió
la luz de una ventana que luego se apagó. Ella se había sentado sobre la arena
y agarraba sus piernas con ambos brazos, mientras imaginaba lo que pudiera
estar sucediendo ahí dentro, en esa casita de madera, donde se volvió a
encender otra luz que después de unos minutos se apagó de manera permanente.
Ahora sólo tenía que averiguar el motivo de sus escapadas, pues, desde luego,
no se quedaría ahí sentada esperando como una tonta. Caminó con este objetivo,
sigilosa hacia la casa, y empezó a husmear por los alrededores con el fin de
ver una ventana entreabierta, que encontró a una altura aceptable para trepar y
colarse por ella. Lo hizo sin dificultad, aunque temblando por los nervios y
casi al borde del colapso. Fue a parar a un pequeño cuarto de baño, cuya puerta
permanecía abierta e iba a dar a una especie de saloncito que, en la penumbra,
dejaba ver una mesita redonda con sillas y una estantería con varios libros. El
suelo era de listones de madera y los pasos de Exex, aunque fueran cuidadosos,
crujían levemente al caminar. Se asomó al pasillo. Estaba decorado en sus
paredes con las fotografías de una pelirroja de belleza exquisita. Exex no pudo
más que rabiar por dentro al verlas y apretó los puños con fuerza. Siguió para
delante, dominada por ese nerviosismo imposible de calmar, hasta que llegó a la
cocina. Un gran cuchillo, en la oscuridad, le llamó la atención con el reflejo
leve y difuso de su hoja. Escuchó, entonces, un gemido proveniente de otra
parte de la casa y sintió la traición como nunca antes. Cogió el cuchillo sin pensarlo,
guiada por esa furia que la poseía, y se dirigió hacia el origen de los rumores
femeninos que la estremecieron de una manera indefinible. Iba con el cuchillo
en la mano, decidida, ahora excitada por los gimoteos de la pelirroja, cuando
sintió que su ropa íntima se mojaba con los efluvios que escurrían de su sexo.
La situación se le hacía confusa, tanto como el fin último de sus actos, pero
la idea del engaño y la traición le asaltaban con un desagrado del que debía
librarse como fuera. Al final del pasillo, por una puerta abierta, podía
percibir el olor de la infidelidad y los sonidos de dos cuerpos que se amaban
en la penumbra.
Una
vez allí comprobó, con sus propios ojos, el hecho consumado de la traición,
pues Max se agitaba entre las imponentes piernas de la pelirroja que se abrían temblando
como alas de mariposa.
–¡Hijo
de puta! –gritó Exex, histérica.
Max, sobresaltado, salió del húmedo cubículo
y se echó para atrás, cuando en ese instante sólo pudo ver a Exex clavándole un
cuchillo en el corazón. Se oyó un grito ahogado. La pelirroja enmudeció
atenazada de terror, abriendo sus grandes y bonitos ojos que brillaban en la
oscuridad, mientras el cuerpo de Max manchaba las sábanas con la sangre que
manaba a borbotones a través de su herida mortal. Exex comprendió entonces,
como una revelación, al ver temblando de miedo frente a ella a esa maravillosa
belleza de piel anaranjada, de cabellos lacios y cuerpo de diosa, que era el
amor de su vida y que en realidad había matado a Max por los celos de estar
poseyéndola.
Apartó el cuerpo inerte de Max con una
patada, que cayó resbalando al suelo igual que un gran pescado, y arrojó el
cuchillo lejos, hacia una esquina de la habitación. Luego comenzó a desnudarse,
sin dejar de mirar a la pelirroja, con la intención de ir a su encuentro y
meterse entre sus brazos. El magnetismo del contacto visual las envolvía, la
situación en sí, y una frente a la otra esperaban el momento de fundir sus cuerpos
entre la sangre… El primer beso, ese roce de labios, les pareció
indescriptible, algo nunca antes experimentado. Pero había un detalle que no las
dejaba sentirse en perfecta armonía, por lo que Exex se levantó, sin dejar de
mirarla, y caminando de espaldas se dirigió al baño de la habitación. Allí
encendió la luz, se miró en el espejo, y se vio indigna con ese bigote. No dudó
en que debía afeitárselo y así lo hizo, después de agarrar una maquinilla y
humedecer los pelos, de su ahora desconcertante bigote, para enjabonarlo. Cuando
realizaba la operación, sin remordimiento alguno, descubría con deleite su
nuevo rostro, mientras los gruesos pelos caían como las etapas de su vida. Entonces
se acordó de Belmont, de O’Kelly, de James y del ahora difunto Max, y pensó que
ya estaba harta de los hombres.
De
regreso en la habitación la pelirroja seguía allí, esperándola. Exex, con su
nueva imagen, estaba tan bella como siempre o incluso más, e hicieron de ese
momento un extraño ritual amándose entre la sangre de Max, su novio compartido,
y así sellaron una nueva alianza con ese secreto.
En el
laberinto de las pasiones, todo es posible. (John Archibald Holmes)
10.
El cuerpo de Max acabó en el mar,
siendo comida para los peces, y ellas regresaron juntas a la ciudad de los
rascacielos en el descapotable de color canela.
Exex sin el bigote se sentía como una persona
nueva, después de tanto tiempo con ese estigma tan radical para su género
femenil y en contraste con su desmesurada hermosura, lo que en sí no dejaba de
ser una contradicción, extravagancia de la naturaleza que tuvo que aceptar con
dignidad y sin complejo alguno. Ahora, sin embargo, le tocaba tomar una nueva
posición ante la existencia y su futuro, sabiendo que por fin, con este nuevo
intento, dejaría atrás la fatal influencia de los tiempos pasados, ya sin ese
bigote que había significado tanto para ella. A su lado, también, estaba la
pelirroja, que se llamaba Tania, a la que ya sentía como el verdadero amor de
su vida, la pareja ideal por afinidad, las dos tan perfectas como un mismo
reflejo, tan especiales, ahora juntas para amarse sin frustración posible,
destinadas a mirarse la una frente a la otra igual que un mismo ser, y en sus
rostros luminosos quedaba impreso ese estado de dicha tan pura y sublime.
No
tardaron en alquilar un ático provisto de una amplia terraza, en uno de los edificios
más altos de la ciudad, desde donde la panorámica era impresionante e inspiradora
tanto en el día como en la noche, para gozar de la intimidad necesaria, tomar
desnudas el sol y hacer el amor bajo la bóveda celeste sin que nadie las
observara. Y así, en ese departamento, fundaron su paraíso particular.
Era
de mañana y todavía estaban los restos del desayuno sobre la mesa, cuando sonó
el teléfono. Exex lo tomó y comenzó a hablar:
–¡Hola Stephan!... Sí, hace una bonita
mañana… Sí, aquí estoy con Tania… ¿Cómo dices? –preguntaba, tratando de
escuchar mejor–. No, no creo que sea así, esas fotos las veo mejor para Reika,
pero si tú dices que las quieren los de Femme, está perfecto, a fin de cuentas
eres mi representante… Sí, claro que se enfadaron y ruegan para que me deje el bigote,
pero eso ya se terminó. Les dije que debía renovarme y no caer en arquetipos de
imagen, que la evolución es necesaria… Sí, también están muy contentos con
Tania, es hermosa y más con su pelo rojo, tan sensual y diferente –decía, mirándola,
mientras Tania se balanceaba dentro de una hamaca–. ¿Cómo? ¿Qué para cuándo lo
de París?... No sé, cuando tú creas conveniente sacas los billetes del avión y
todo lo demás… Sí, eso es, para la pasarela de otoño, y si puedes firmas con
Aldo Finni para primavera… Sí, las dos…
Tania, con una expresión de agrado, se mecía
observando la delicadeza de Exex al hablar; se miraban y sonreían con un brillo
de alegría en los ojos. Le lanzó un beso suave y ella le guiñó el ojo. Estaban
enamoradas, nunca antes habían sentido nada igual.
–A
las cuatro está bien… ¡Claro! En los camerinos del Palace… Estaremos perfectas
con nuestra piel tostada por el sol y esos trajes de baño… Sí, sí, ya lo sé…
Gracias, muchas gracias… ¿A cenar?... Sí, iremos con todos ellos… Muy bien, en
eso quedamos… Muchos besos… Ciao.
Y después de colgar el teléfono se echó en
los brazos de Tania. Dentro de la hamaca comenzaron a besarse con esa dulzura
que sólo ellas podían concederse, con la pausa y la intensidad, embelesadas en
un instante mágico que las envolvía con el manto de sus caricias. Pero afuera,
en la terraza, andaba un intruso, alguien que se había colado por la escalera
de emergencia. No era un gato de tejados, sino un niño suicida llamado Willy
que con la soga bajo el brazo buscaba de nuevo su último escenario. Y miraba angustiado,
aquí y allá, tratando de elegir, como siempre, el lugar más idóneo donde anudar
la soga. No tardó en decidirse por la antena parabólica que estaba instalada en
lo alto de una pequeña torreta de metal, de unos tres metros de altura, lo
suficientemente alta como para saltar desde ahí al vacío. La visión sería
impresionante, con una panorámica perfecta de la ciudad en la clara mañana, con
el mundo vivo ante su mirada desde la muerte y mucho mejor que un cartel
publicitario o un retrete.
–Creo que oí algo… –dijo Exex con extrañeza–.
Saldré a mirar…
Dejó
a Tania sola en la hamaca para ir a inspeccionar la terraza. Fue grande su
sorpresa al ver a un niño encaramado en la torreta de la antena parabólica, con
una soga al cuello, imagen casi imposible. Pero el niño saltó y la certidumbre
de ese acto desesperado le hizo correr hacia la torreta y escalarla, agarrar a
Willy, primero por las piernas y luego por la cintura, y así lograr salvarle de
la muerte.
–¿Qué haces niño? ¿Qué te pasa? –decía Exex
para calmarle, pues no cesaba en sus pataleos.
Willy estaba enfadado, mucho más que las veces
anteriores… ¡Cómo era posible que siempre alguien le salvara en el último
segundo!... Estaba harto, ésta sería la última… Y desesperado, con el propósito
de zafarse de Exex, le pegó un mordisco en la mano con tan mala suerte que
ella, en su reacción, resbaló precipitándose sin remedio hacia el vacío desde
lo alto del edificio…
Exex
caía hacia la calle, en una última dramática experiencia, y los objetos ante
sus ojos se iban agrandando a toda velocidad. En su cabeza, dominada por él pánico,
se agolpaban, en una sucesión ordenada, todos los recuerdos memorables de su
vida que pasaban, imagen tras imagen, en el sentido inverso de su consumación; de
tal modo que se vio besando con Tania en la hamaca, asesinar a Max, asesinar a
James, asesinar a O’Kelly, echar el líquido pringoso en la cara de Belmont y
muchas otras cosas, hasta llegar a la imagen de su nacimiento en el instante
del impacto contra el suelo.
Exex acababa de nacer y morir a la vez, en
un solo segundo, pues nunca antes había existido, sólo en la imaginación de
Tania que se balanceaba tranquilamente en una hamaca de gruesos hilos
trenzados, pensando que llevaba demasiado tiempo sin compañía y que ya era hora
de tener alguna relación sentimental, pues los días transcurrían en la más
absoluta soledad, en aquel ático recién rentado, desde que llegó a la ciudad de
los rascacielos hacía más de dos semanas.
NOTA: Todas las citas y sus
nombres propios son invenciones del autor.
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