
10.
“Tengo ganas de ir al cine”, pensó Exex
mientras se encontraba de paseo por una avenida de Manhattan, mirando de escaparate
en escaparate. También quería darse algún capricho, hacer algo inusual. El día
estaba nublado, hacía frío y no era muy apetecible estar en la calle, pero la
gente no se resistía a pisotear el cemento bajo aquel cielo plomizo. Exex había
interrumpido eventualmente sus actividades profesionales, pues, con el cambio
de domicilio y todas las dificultades, tuvo que rechazar un par de ofertas y
posponer otras mientras se organizaba de nuevo. Por ahí tenía sus ahorrillos
para suplir la ropa que perdió y algo más, cuando O’Kelly, de momento, se haría
cargo de sus necesidades domésticas. Andaba de tiendas para comprar sus nuevos
modelitos, con dos grandes bolsas en las manos de conocidas boutiques y su
atención en lo que había expuesto detrás de los cristales. Su mirada se detuvo
en un punto preciso, en la esquina de un escaparate donde un maniquí, inmóvil,
lucía un elegante vestido verde con escamas de reflejos dorados, que se ajustaba
con curvas sinuosas. Sin pensarlo dos veces, entró en la tienda con intención
de comprarlo.
–Buenos
días –le dio la bienvenida una dependienta.
–Me gusta ése –dijo Exex, señalando al rincón
del escaparate.
–¡Ah! Ese vestido… Sígame por aquí, le daré su
talla…
–¡No, no!... No quiero el vestido… Quiero el
maniquí.
La vendedora, incrédula, se paró en seco y
mirando a Exex preguntó:
–¡Cómo!
¿El maniquí?
–Sí,
el maniquí –repitió.
–Pero, es que… aquí vendemos ropa, no
maniquíes –repuso la dependienta.
–Yo
quiero ese maniquí, y creo que también está expuesto. ¿No? –volvió a insistir.
–Pero…
–¿Cuánto
vale? –la interrumpió.
–Pero
yo…
La vendedora no sabía qué hacer ni qué
decir, pues nunca le había sucedido nada semejante, de tal modo que decidió
consultar el asunto con un superior.
–Espere
aquí, señorita, hablaré con el encargado –dijo ella.
Se
fue hacia dentro de la tienda para tratar la inusual incidencia con un hombre
vestido de traje y modales amanerados, mientras miraban de vez en cuando a Exex
con expresión de desconcierto. Luego, tras una corta deliberación, se acercaron
a ella.
–¿Qué
quiere, el maniquí? –preguntó el encargado.
–Sí, me gusta mucho.
–Bueno,
entonces, le podemos vender el maniquí, pero tendrá que comprar también la ropa
que muestra, pues se puede considerar todo como una misma pieza expuesta a la
venta. Por tanto, tendrá que pagar el valor del maniquí y el del vestido
–concluyó con eficiencia el encargado.
–De
acuerdo –respondió Exex, satisfecha.
Exex
pagó, dejó la dirección de su nuevo domicilio, y se fue echando una última sonrisa
bigoteril a aquellos asombrados vendedores.
Darse
ese repentino capricho le complació como ninguna otra adquisición anterior, algo
casi orgásmico, pero en un nivel satisfactorio lejos de lo físico, más etéreo, razón
por la cual esta vez no llegó a humedecer las braguitas, aunque poco le faltó. Fue
divertido ver la cara estupefacta e incrédula de la dependienta, y una sonrisa
permaneció luminosa, durante unos minutos, al pensar cuál sería la reacción de
O’Kelly al ver el maniquí sentado en el sofá del salón. Tal vez, por su
presencia casi humana, el maniquí sería un personaje vivo que traspasaba su
ordinaria utilidad y no, simplemente, un objeto más de la decoración, pues
encajaba armonioso sentado en el sillón rojo brillante con fondo de estampas
eróticas, como un ser emancipado de lo que orbitara a su alrededor, y bajo este
influjo despertaría cierta atracción sobre su entorno y sobre los sentidos de
quienes posaran la vista sobre él. Entonces, O’Kelly haría el amor
imaginariamente con el maniquí, excitándose, y ahí estaría ella para
satisfacerle en la realidad, llevando a límites insospechados la erótica del
juego, en un ritual donde la rígida compañera tomara un papel preponderante en
la acción. ¿Cómo puedo pensar estas cosas, fabular de tal manera en un futuro
de ensueño?, se preguntaba Exex. Pero ahí estaban dentro de su cabeza todos
aquellos pensamientos, tan locos como el mundo. Merecía la pena experimentar
esos pequeños espacios de locura controlada, que hacían su vida más
impredecible y divertida, de sensaciones paralelas que llegaban a mezclarse con
la realidad. Con dicha estrategia el capricho dejaba de serlo y se convertía en
el detonador del cambio, pues ella, así, transformaba su percibir y su relación
con una verdad que era tan dispar como sus propios pensamientos, y todo esto,
esta manipulación de la realidad, le hacía sentirse mucho mejor. De esta forma
moldeaba su propia vida más allá de los modos que imponían las conductas socialmente
establecidas, en un acto de libertad que se desdibujaba en las fronteras de lo
adecuado. ¿Dónde quedaba ese sentir en contraposición con lo anormal? ¿No era
tan factible lo uno como lo otro? ¿Quién marcaba lo correcto en la elección
cuando se decide? Era un acto para reivindicar lo subjetivo ante lo preciso y
formal, una estrategia para huir de los sucesos negativos del acontecer, una
puerta de momentánea escapatoria. De ahí la importancia de lo insólito, cuando,
en similar planteamiento, pero desde una óptica negativa, O’Kelly hacía su
propia manipulación de la realidad. Eran dos polos distantes bajo una misma
visión, la dinámica de una fuerza que arrastraba sus sentimientos hacia una
pasión de verdadera locura. El maniquí era el ejemplo y representación de este
pensamiento, el doble irreal de la unidad de sus almas, el objeto que
traspasaba al sujeto dentro del viaje sin retorno hacia las profundidades de
sus deseos incontrolados.
Ahora
me gustaría ir al cine a masturbarme en la oscuridad, entre la gente, pensó
Exex, dejando de lado sus elucubraciones…
La
decisión ahonda el sentido de la dirección. (Adrián Michelet)
11.
Se escucharon, como un silbido, dos
leves detonaciones… El frenazo desesperado de un vehículo… Un cuerpo que choca…
Las personas se van amontonando con morbosa
curiosidad en torno a un punto. Unos alarmados, otros serenos. ¿Qué hay ahí?
¿Qué es lo que ha pasado?
En medio de la calle, sobre el asfalto, yace
un cuerpo inerte. Un charco de sangre lo empapa y se extiende como una inmensa
gota de aceite. Es grande, fofo, reventado por las ruedas de un autobús del
servicio público, cuyos ocupantes se bajaron para curiosear. La multitud está
expectante, todos comentan… Se dice que primero fue abatido de dos disparos
cuando cruzaba, y que luego, accidentalmente, el autobús lo atropelló. Dicen,
también, que se trata del comisario de distrito que ha sido asesinado.
Detrás
de la muchedumbre se ve un brillo confuso, de dos ojos dispares que sobresalen entre
otros que miran… En un momento, desaparecen y no se ven más.
12.
Sonó el timbre.
Exex dejó de cocinar y fue a abrir la
puerta…
–¡Hola mi amor! ¿Cómo estás?
Le
abrazó besándole en los labios y dejó en ellos pequeños rastros de carmín, pues
a pesar de tener bigote siempre le gustaba pintarse, tal vez para contrarrestar
la masculinidad que le aportaba su raro atributo.
–Muy
bien…
Contestó
O’Kelly satisfecho. Inmediatamente, casi de manera mecánica, se quitó la
gabardina, llenó un vaso de whisky y, después de encender la televisión, se
sentó espatarrado en el sofá con los pies sobre la mesa. Exex, mientras tanto,
se dirigió a la cocina donde estaba cocinando un guiso especial de propia
invención, pues era muy buena en esos menesteres.
El humo de un cigarrillo flotaba cercano al
techo y a la lámpara del salón, cuando O’Kelly ya casi había apurado su copa y
estaba al tanto de las noticias.
–Aquí
está la comida –irrumpió Exex en el salón, con una sonrisa y una cacerola en
las manos que desprendía un exquisito olor a guisado de pavo.
Se sentaron en la mesa para empezar a comer…
–Esto
está muy rico –afirmó O’Kelly, dando crédito a lo que su olfato ya le había
advertido.
Exex,
de repente, se acordó de algo que no tenía nada que ver con la apreciación
sobre el guisado, sino con una noticia de su interés.
–¿Sabes
lo que han dicho en la televisión?
–¿El
qué? –preguntó a su vez O’Kelly, que hacía malabarismos para comerse un rosado
muslo de pavo.
–Pues…
que han asesinado al comisario de tu distrito.
–¡No
me digas! ¡Qué maravillosos son los de la televisión! –exclamó sarcástico.
Exex, no contenta con la indiferencia de O’Kelly
ante la noticia, y sospechosa de su burla disimulada, pensó que algo escondía
detrás de sus palabras.
–¿No
era aquel tipo gordo que nos echó de La Gardenia ?
–Sí,
el mismo.
–¿No
tendrás algo que ver? –preguntó con cierta desconfianza.
–¡Qué
tonterías dices! –respondió.
–Te
creo capaz de cualquier cosa…
–¿Hasta
de asesinar? –le preguntó, mirándola directo a los ojos.
Exex
se quedó helada con el sonido de esas palabras al ser pronunciadas, tan directas,
y por un instante no supo qué decir, pues en el fondo algo le decía que sí, que
había sido él.
–No.
Cómo voy a pensar eso de ti –dejó caer, como la que da la razón a los tontos.
–O
sea… ¿qué para ti soy un asesino?
–Pensándolo
fríamente, tienes capacidad para ello.
–Entonces,
¿qué haces conmigo?
–Es que, ¿no se puede vivir con un asesino?
–dijo tontamente la primera respuesta que le pasó por la cabeza.
–¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! –rió O’Kelly–. Entonces, te
podría asesinar –agregó con malicia fingida.
–Yo
no soy tu enemiga, soy tu compañera –argumentó sentimental.
–Así
me gusta, que me comprendas –sonrió al decir esto, hizo una pausa, mientras
pegaba otro mordisco al muslo de pavo, y continuó–: Lo de La Gardenia fue una
humillación, no sólo para mí sino también para ti; además, había amenazado con
hundirme, no lo podía permitir.
Exex, de improviso, comenzó a reírse agitada
con la ayuda de ese vino tinto californiano que bebían para acompañar la comida,
suave y afrutado pero suficiente para encender sus ánimos.
–¡Parecía un cerdito! –reía–. ¡Era repugnante
con esa papada rosa!… ¡Imagínate la cantidad de lonjas que debía tener!
O’Kelly,
sorprendido y ya contagiado por la risa, también acabó entrándole al juego del
humor negro:
–Sí, era repugnante –dijo–. Fíjate, que en la misma comisaría le llamaban
el Teta Floja.
Los
dos estallaron en una risa incontenible y se retorcían el uno frente al otro,
con los estómagos contraídos e incapaces de variar ese estado supremo de momentánea
felicidad.
–¡Brindemos
por el Teta Floja! –exclamó Exex, entrecortada por la risa.
Llenaron
los vasos con dificultad, derramando parte del vino por encima del mantel, y
los alzaron entre sacudidas involuntarias.
–¡Por
el Teta Floja! –clamaron entre risas.
Y
el vino pasó por sus gargantas de un solo trago, con tan mala suerte que Exex
se atragantó cuando el líquido se le fue hacia las vías pulmonares y empezó a toser
un poco, luego un poco más, en dramático crescendo,
hasta que su cara enrojeció de tal modo que por primera vez el bigote perdía
preponderancia visual. O’Kelly siguió riéndose, pero ahora también de ella,
cuando Exex tosía y tosía debatiéndose entre la asfixia y la salvación. Por
fin, O’Kelly se levantó de la silla y se acercó para ayudarla, dándole unas fuertes
palmadas en la espalda, con lo que al instante logró calmarse.
–¡Mierda! –maldijo Exex–. ¡Qué mal se pasa!
–Peor
lo pasó ese cerdo… –dijo serio y pensativo–. Todavía estaba vivo cuando lo
atropelló el autobús.
–No me gusta que hables así –le increpó Exex.
–Se
lo merecía.
–De
todas formas…
–¡No!...
¡Había amenazado con hundirme! ¡No podía permitirlo!... Así es la vida, dura
como el pedernal, dura como el dolor, dura como la muerte. No me quedaba de
otra…
Exex
agachó la cabeza pensativa y él la agarró por el brazo, e inclinándose sobre
ella le dijo amenazante:
–Y
más te vale que nunca digas nada. ¿Entendido?
–Sí
–asintió Exex, todavía con la cabeza agachada.
–¡Mírame!
–gritó–. ¡Dímelo a la cara!
–Sí
–repitió, viendo esta vez su mirada impasible.
O’Kelly regresó hacia su lugar en la mesa,
cogió el trozo de pavo con la mano y continuó comiendo.
–Has
de serme fiel en todo.
–Sí,
mi amor –asintió ella, que comenzó a comer haciendo uso adecuado de tenedor y
cuchillo–. ¡Qué pronto se pasa de la risa a la seriedad! –acabó lamentándose.
–Cada
cosa en su momento –dijo O’Kelly–. Todo acto es justificable según su causa.
–Muchas
veces tus actos parecen estar dominados por el instinto y no por la razón –dijo
ella–, como el día de nuestra segunda cita, cuando empezaste a besarme como si
fueras un animal.
–Yo
no digo que no me deje llevar por los instintos, razono, pero también soy
animal.
–¿Animal
o bestia?
–Los ganadores, bestias; los perdedores,
animales –contestó con su particular locuacidad.
–Todos
bestias y animales a la vez –apuntó Exex.
–¿Quiénes
todos? –rio con desprecio–. ¿Los hombres?
–No, las personas.
–Para
el caso es lo mismo, porque lo ideal sería la superioridad del instinto sobre
la razón; pero me refiero a una totalidad de bestias deshumanizadas, de tal
modo que no hubiera lugar para lo bueno en este mundo: una existencia destinada
a la glorificación de la maldad –argumentó O’Kelly.
–¿Qué
existencia?
–Toda,
la Humanidad
entera –afirmó rotundo.
–Ésta
no anda tan lejana, pues siempre camina por la senda del fracaso –se lamentó
Exex.
–Y
su fracaso, en su lucha contra el bien, es casi un triunfo –añadió O’Kelly.
–¿Ése
es tu existencialismo de un presente sin futuro? –preguntó ella.
–Más
allá no me interesa llegar, pues, te aseguro, después de esta vida no hay nada.
De eso estoy convencido… ¿De qué vale entonces ser bueno?
–Pudieras
estar equivocado…
–¡Ja!
¡Ja! ¡Ja! –rio sonoramente–. ¡No pagaré la entrada sin saber cuál es el
espectáculo!… Esto es lo único, no hay nada más, todo se acaba con la muerte.
Exex,
que siempre había creído en la esperanza, en los valores de bondad, ahora, ante
tal visión nihilista de la existencia, le surgían las dudas pues cada día que
pasaba al lado de O’Kelly más se parecía a él, como si se viera infectada de
negatividad.
–¡Hagamos de la vida un fuego devorador de
la duda existencial! ¡Materia es materia! ¡Ésa es la religión! ¡Nuestro rito
sagrado! –agregó él.
–¿Deberé
creer en ti? –preguntó Exex dubitativa.
–¡Claro
que sí! –exclamó O’Kelly con la mirada de un loco–. ¡Y para celebrarlo debes bautizarme
con el rito dionisiaco!
Exex
miró el vino rojo, tan rojo y brillante como la sangre de una ninfa, y lo
derramó por encima de la cabeza de O’Kelly, que se puso en pie, con la cara
empapada, y alzando los brazos gritó:
–¡Soy
la bestia primordial!
La vida oscila entre la ignorancia sobre el
principio y la incógnita del final. (Charang Rao)
13.
Ya comenzaba el invierno, con lluvias
esporádicas y un frío que provocaba que la gente caminara encogida por las
calles. La atmósfera de la ciudad era de tonalidades grisáceas, cuando la luz
difusa y escasa, que se filtraba por el denso manto de las nubes, era incapaz
de arrancar los más vivos colores. El viento, al soplar, murmuraba entre los
edificios con la inclemencia de sus embestidas. Las personas trataban de
refugiarse bajo algún techo y salían nada más para lo indispensable,
agolpándose por montones en bares y cafeterías, respirando vahos y humo de
cigarrillos, para así poder entrar en calor, cuando el resto permanecía
trabajando o en casa al cobijo de la calefacción, frente al televisor, pues ya
es sabido que no son muchos los que leen.
Muy
pocos caminaban por las calles, y sólo hacían vida en ellas los vagabundos y
las prostitutas, pues la mayoría buscaba algún lugar cubierto donde poder
evitar, de momento, tiempo tan desagradable. Ellas, las prostitutas, ahora no
exhibían la sensualidad de su carne en las aceras, a la vista de los
conductores que con sus vehículos recorrían el asfalto, y dejaban ver la
silueta de su cuerpo bajo algún portal o recoveco. Las que tenían más suerte
trabajaban en algún local establecido, y entre estas últimas se encontraban las
nuevas asiáticas de O’Kelly, que hacían del Exotic
Club un lugar más atrayente.
En un apartado del Exotic Club, bajo su luz peculiar de tonalidades rojizas, O’Kelly
hablaba con un hombre vestido con un traje de corte perfecto.
–Es
indispensable, ante todo, tener discreción –decía O’Kelly, cauteloso–. Este
asunto hay que llevarlo con mucho tacto. Merece la pena, se lo aseguro.
–Si
usted lo dice…
–Ya verá cómo no se arrepiente, no
encontrará nada mejor.
–Ya lo estoy deseando… Pagaré lo que acordamos.
–No
se preocupe, ya le avisaré con tiempo…
Finalizó O’Kelly que se levantó despidiéndose
con un apretón de manos, en señal de haber cerrado el trato, y ahí dejó al
hombre elegante que parecía, por la expresión de su cara, relamerse en los pensamientos.
O’Kelly recorrió con la mirada el burdel, para comprobar cómo funcionaban las
muchachitas filipinas, sintiéndose amo y señor de sus dominios, pues ellas constituían,
junto con la preciosa Exex (que le amenizaba en la vida familiar), una de sus
más importantes posesiones. Lo suyo, desde hacía bastante tiempo, era el
proxenetismo, actividad prohibida que la autoridad hacía la vista gorda con su
debida comisión, y su vida y sus negocios, ahora, pasaban por un periodo
excepcional, pues la compra de las asiáticas supuso uno de los mayores logros
de su carrera delictiva. O’Kelly, sin duda, era un valor en alza en los bajos
fondos con la perspectiva de una plácida subsistencia, que le hacía encarar el
futuro con la seguridad del poder ya cosechado. Y así estaban las cosas,
bastante favorables, cuando todavía le quedaba algo por hacer, algo en suma
delicado, el residuo de una antigua historia que le pesaba como una gran losa
de la cual no podía desprenderse.
Salió
del local. Se ajustó unos guantes de cuero negro. Era de noche. La bruma le
impedía ver a dos pasos entre la pobre iluminación, y se encaminó guiado como por
una fuerza invisible que le hacía trazar una ruta laberíntica. Subía una calle,
torcía una esquina, bajaba, cambiaba de sentido, cruzaba callejones y volvía a
torcer otra esquina, hasta que al rato llegó a un lugar donde todo eran
penumbras a su alrededor. Se intuían unas casas viejas de ladrillo, no muy
altas, con portales enverjados que se alzaban sobre cuatro o cinco escalones,
los mismos que subió para entrar en una de ellas. Se podría pensar que era el
mejor sitio para cometer un asesinato o rodar una película de terror, pues los
pasillos estaban cubiertos de antiguo papel pintado, hecho jirones, y una luz amarillenta
los iluminaba. Subió por las escaleras, pues no había ascensor, y tocó en una
puerta del segundo piso.
–Hola
–saludó una mujer rubia, que le abrió la puerta.
O’Kelly entró sin hablar. Ella lucía con el
aspecto de una mujer que en su juventud habría sido guapa, tipo Marilin, pero
que en la actualidad las arrugas delataban sus cuarenta y muchos años.
–¡Ya era hora de que vinieras! –protestó.
–¡Cállate! –dijo O’Kelly con desprecio–. ¡Qué
siempre te andas quejando!
–Si trajeras el dinero a tiempo, no te diría
nada –contestó de mala manera–. La avaricia te corroe, tacaño de mierda
–agregó.
–¡Qué dices! Encima que vengo hasta esta
pocilga…
–Esto es lo que me has dado –se quejó con
cara de asco.
–Ponte a trabajar, aunque sea abriendo las
piernas –dijo, riéndose en su cara.
–Eres un hijo de puta. Me sentiría feliz si
algún día te murieras.
–No seas tonta, te quedarías sin tu dinero
mensual.
–¿Crees que esa mierda nos alcanza para tu
hijo y para mí? –le preguntó quejosa.
–Creo que es suficiente para ti y para el
poliomielítico ése.
–¡Cómo eres capaz de hablar así de tu propio
hijo!
Gritó
ofendida mirándole con la expresión del odio que desprendía su estado de
indignación, pero él la fulminó aun más con su mirada y, tan tranquilo, sacó un
cigarrillo que encendió sin apartar la vista de ella, soltando el humo en el
pequeño y poco ostentoso salón que estaba decorado con viejo mobiliario pasado
de moda.
–Ya
me estoy aburriendo de ti… Ándate con cuidadito… –le advirtió O’Kelly.
–Ándate
con cuidado tú, desgraciado, si no quieres que le cuente a la policía quien
mató a esas cuatro chicas que aparecieron descuartizadas dentro de aquel camión
de basura –dijo, amenazante, la rubia tipo Marilin.
–¡Tú eres una estúpida y no dirás nada! –le gritó.
–¡Te equivocas! –contestó con los ojos
inflamados por el odio.
O’Kelly,
al oír estas palabras, que suponían mucho más que una afrenta, una imperdonable
amenaza de delación, dio dos pasos rápidos para acercarse hasta ella y
agarrarla por el cuello.
–¡No
dirás nada, desgraciada!
Y ella reaccionó escupiéndole en la cara un
salivazo, que se escurrió y quedó colgando, balanceante, en la nariz de O’Kelly.
–¡Eres una zorra! ¡Esto será lo último que
hagas! –gritó enfurecido, y empezó a apretar sus manos con fuerza–. ¡Ahora me
libraré para siempre de ti! ¡Estúpida!
Ella
no podía gritar, se ahogaba sintiendo cómo se le detenía la sangre en la cabeza
y las pulsaciones del corazón le golpeaban el cerebro. La garganta le dolía y
se agarraba a las manos de O’Kelly, a sus guantes negros, tratando de luchar
con angustia. No tardó en sacar la lengua, para robar el aire que le era
imposible respirar, y en segundos su cara se detuvo y los brazos dejaron de
hacer fuerza cayendo a lo largo de su cuerpo. En ese instante él dejó de
apretar y ella se desplomó hacia el suelo, junto a un viejo sofá de cuero
agrietado.
Fue más fácil de lo que pensó, pero O’Kelly
aún debía proseguir un trabajo que sólo acababa de iniciar, y de tal modo, con
una tranquilidad pasmosa, se dirigió hacia una habitación que estaba contigua
al pasillo del salón.
La poca luz que entraba por la ventana, de
una farola en la calle, dejaba ver el cuerpo de un niño arropado que dormía plácidamente.
Se acercó hacia él, miró a su alrededor y pudo distinguir, con levedad, una
muleta de aluminio que se apoyaba a un lado de la cama. La agarró, pero no con
intención de observarla sino con otra finalidad, pues comenzó a golpear a su
hijo con una violencia incontenible, certero e incesante, hasta dejarle inerte con
la cabeza destrozada sobre un almohadón empapado con la sangre oscura que
manaba a borbotones. El niño, tras los primeros golpes, hizo unos pequeños
movimientos reflejos y parece que no sufrió, como si fuese un sueño del que
nunca tuvo la oportunidad de despertar.
O’Kelly,
una vez terminó, arrojó la muleta sobre la cama, encima de él, y antes de salir
de la habitación le escupió, con cara de asco pero sin llegar a sonreír.
Otra
vez en el saloncito, se acercó al cuerpo de su ex mujer y se agachó para quitarle
del dedo anular un anillo de platino con un rubí resplandeciente. Y ya, sin
nada más que hacer, abandonó el lugar cerrando la puerta tras de sí.
De
tal modo acabó O’Kelly con su familia más cercana, con su misma sangre… ¿Qué le
podía esperar, entonces, a la preciosa Exex?
El hombre, siendo un aspirante a Dios, lo es
de la nada. (Luigi Minore)
14.
El maniquí, por fin, encontró su propia
funcionalidad en una esquina del baño, pues, además de decorar, sobre sus
brazos colgaban un par de toallas.
Un
lapicero guiado por la mano de Exex recorría el contorno de su ojo,
delineándolo de negro. Dio rímel en las pestañas, recortó con cuidado algunos pelos
sobrantes de su bigote, puso esmalte rojo en las uñas, dejando sobre la
cutícula una media luna, y pintó sus sensuales labios con carmín. Estaba muy
bella, ahora con el pelo ya no tan rapado y ligeramente crecido en la parte
superior. El espejo reflejaba un rostro inigualable, genuino, y su piel de
marfil, tersa y suave, en un óvalo perfecto, era penetrada por aquellos ojos de
color miel con los que miraba la réplica de toda su hermosura.
En ese momento de narcisismo consumado, O’Kelly
entró en el baño.
–¡Estás
preciosa! –y le guiñó un ojo a través del espejo.
–Gracias.
–Eres
tan bella que mereces lo mejor, y, para demostrar la admiración que te tengo,
he de ofrecerte algo que es de un gran valor sentimental para mí.
Exex
le miró con la ternura de una mujer enamorada, y se dio media vuelta para dejar
de verse en el espejo y esperar, con una sonrisa en los labios, aquello que le
iban a entregar.
–Éste
es un día muy especial para mí –continuó O’Kelly–, en el que quiero demostrar
lo mucho que te amo.
Y,
a continuación, sacó del bolsillo de su americana un bonito anillo de platino,
con un rubí engarzado de perfecto brillo, que le entregó.
–Toma…
Espero que te guste… Es el único recuerdo que tengo de mi madre.
–¡Oh,
mi amor! –exclamó con una alegría infinita–. ¡Te amo! ¡Te amo! –decía, casi llorando
por la emoción.
–Espero
que lo cuides, este anillo es muy importante para mí.
–¡Te
amo! ¡Te amo! –repetía, a la vez que le plagaba de besos manchándole el rostro
de carmín.
–¿Estás
contenta? ¡Qué bien que te gustó!... Alguna, echará de menos algo así…
–Sí, sí, me gustó mucho… Pero también me
gustaría que ahora hiciéramos el amor –le pidió Exex.
–Cómo
tú quieras…
–Pero
házmelo por delante, por favor… –le suplicó.
–No
–dijo con cierta frialdad.
–Por
favor, por favor…
–No...
Quiero reservarte… Tu virginidad es algo muy especial para mí.
–¿Reservarme
para qué? –preguntó extrañada, pero con voz de niñita caprichosa.
–Para
desearte aún más, como una mujer enteramente virgen.
–Pero
algún día…
–Muy pronto mi amor, no te preocupes –le dijo
O’Kelly, antes de que pudiera continuar con sus ruegos.
–¿Y
por qué no ahora? –insistió.
–¡Te he dicho que no!
–¿Por qué? ¿Por qué?
Y O’Kelly la miró a los ojos de una manera
extraña, como si desprendiera alfileres magnetizados, y con la punta de su dedo
índice, de manera oscilante, empezó a moverlo frente a la cara de Exex para
hipnotizarla o algo por el estilo. Ella sintió un repentino sopor, mientras O’Kelly
le decía con voz monótona:
–Tienes sueño, mucho sueño… Cierra los ojos…
Tienes sueño, mucho sueño…
Exex
perdía poco a poco el conocimiento y la voluntad, cuando O’Kelly le tapó la
cara con su mano, sujetándola por las sienes con los dedos anular y pulgar,
para luego añadir con la voz más alta:
–Estás
dormida, muy dormida, y harás todo lo que yo te diga…
–Sí
–dijo ella, sin el menor rastro de voluntad.
–Ahora,
tírate por la ventana –le ordenó.
Exex comenzó a caminar dirigiendo sus pasos
hacia la ventana, que no tardó en abrir para inclinar su cuerpo con la
intención de saltar al vacío…
–¡Espera!
–dijo apresurado–. Ven aquí.
Y ella,
obedeciendo, se dio la vuelta y caminó hasta pararse frente a él.
–Bésame.
Y, como una autómata, le besó en los labios…
–Ahora… ¡Despierta! –le ordenó O’Kelly, con un
chasquido de dedos ante su cara.
Exex, al instante, movió la cabeza con levedad
hacia los lados y, abriendo sus ojos con gesto de confusión, salió del trance
hipnótico, momento que aprovechó O’Kelly para besarla con suavidad,
estrechándola entre los brazos.
–¿Por
qué? ¿Por qué? –fueron sus primeras palabras.
–Porque
te voy a dar una sorpresa.
El corazón de Exex latía con la fuerza de un
tambor. ¿Qué pretendía ahora O’Kelly? ¿Para qué la había hipnotizado? Y pensar
pensaban los dos, pero no de la misma forma. Ella soñaba con la ilusión de un
amor correspondido, y él, dominado por el turbio sentir de su percepción
particular de la realidad, planeaba a su antojo los sucesos por venir. La
diferencia los separaba en su mente y en la esencia de su ser, como fórmulas
magistrales opuestas, cuando Exex, movida por sus más nobles sentimientos, le
dijo a O’Kelly entregada y con voz dulce:
–Esperemos
que sea buena esa sorpresa, mi amor.
–Lo
será.
Dijo
él, limpiándose el carmín impregnado en los labios, y agregó:
–Exex...
Te pincha el bigote.
–¡Qué quieres que le haga! –dijo, cursilona
y algo turbada, después de quedarse confundida por unos instantes–. ¿Qué me lo
afeite? Perdería todo mi atractivo.
–En
eso tienes razón.
–Entonces…
¿De qué te quejas? –preguntó con desdén.
–De
nada, sólo era una apreciación –se excusó.
–Pues
guarda tus apreciaciones para otra –le indicó molesta.
–No
hace falta que te pongas así.
–Nadie
me había dicho nada semejante –agregó dolida.
–Olvídalo,
olvídalo.
–Y encima, tienes el descaro de…
–¡Cállate! –gritó, alterado por el acoso.
Y con esa tonta discusión, que
paradójicamente surgía después de la emotiva entrega del anillo, cada cual se
fue, llevándose su enfado, hacia una esquina del salón.
Ella
pensaba:
La verdad, me he pasado un poquito. El
bigote, en realidad pincha y es lo más normal. No sé por qué me he puesto así. ¡Qué
estúpida soy! ¡Reaccionar de tal manera por esa tontería! Desde luego…
Y él:
Será imbécil. Ya verá. Cómo me caliente se
va a enterar. Y pensar que tenga que aguantar a una estúpida como ésta… Ya te
enterarás, ya te enterarás, me vas a pagar una detrás de otra todo lo que te
estoy aguantando… Si no fuera por esa cara bonita, ya te hubiera pateado el
trasero…
–Te
quiero, perdóname –rompió Exex el silencio–. He sido un poco tonta –concluyó.
–Menos
mal que lo reconoces –dijo él, sentándose en el sofá–. Anda, tráeme la botella
de whisky –le ordenó en actitud triunfante.
–Sí
mi amor –dijo ella, solícita.
Y así estaban las cosas… Ella soportaba casi
lo que fuera por el amor que le tenía, llegándose a cegar en el mismo
entendimiento como la esclava que acepta, sin remedio, su obligado destino.
El perdón llega cuando el remordimiento
vence al rencor. (Cristina Rodríguez Aldama)
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Derechos Reservados - Copyright © Pablo Paniagua
COMENTARIOS: paniaguauno@yahoo.es
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