
INTRODUCCIÓN
1.
Cuando nos surge la idea de realizar
algo diferente, respecto a lo que sucede en la vida cotidiana, pasamos al mundo
de lo imaginario, a los espacios donde se desarrolla la fantasía. (Jean
Pierre Tuffy)
Exex es
única y especial. A primera vista se la ve, acercándose al caminar, de cuerpo
esbelto y torneado, con paso decidido y cadencioso que le hace mover las
caderas con elegancia sensual, con el pelo corto y de cara hermosa, por esos
grandes ojos de color miel y esa boca de labios carnosos que la decoran, de tez
blanca con textura de melocotón. Pero en ella, aparte de tal belleza general,
hay algo que la hace diferente a cualquier otra mujer, algo en sí
desconcertante, un estigma capaz de atraer la mirada de cualquiera; y no es que
esa marca distintiva afee su persona, pues parece que su personalidad por tal
hecho se acrecienta, pero en el fondo resulta tan extraño, tan irreal, que es
difícil de aceptar. Exex parece toda una mujer, y lo es, vestida con la
elegancia de una modelo de pasarela, donde cada día es más famosa por ser
portada de algunas revistas, además de ser requerida por los mejores
diseñadores para figurar en los eventos internacionales de la moda, en París y
en Milán. ¡Qué guapa es!, y todo a pesar de eso, de esa marca que en cualquier
otra mujer sería motivo de mofa, pero en ella lo es de admiración, que la
sublima hasta límites insospechados. Y es que Exex, en contraste con su belleza
descomunal, tiene bigote, aunque el suyo no es al estilo de la mítica Frida
Kahlo, una mera sombra de vello, pues más se parece al de aquel revolucionario
llamado Emiliano Zapata, por ser espeso y de color marrón, de gruesos y largos
pelos. Pero aun así, sin ningún complejo, se deja ver Exex, con ese rastro
insólito de belleza convulsa.
2.
Willy
no es un niño normal para su edad, pues ya, a sus cinco años, en su mente le
ronda una sola idea: la de querer suicidarse. Y todo porque no le gusta esta
vida, porque su padre cuando llega borracho a casa le golpea sin que su madre
haga nada por evitarlo; porque los demás niños en el colegio, todos los días,
se ríen de él por ese labio leporino mal cosido y su cara fea, con la nariz
escurrida hacia abajo y las orejas de soplillo; y piensa que Dios y la vida, la
naturaleza, han sido injustos con él, porque siendo tan pequeño ya se da cuenta
de estas cosas y para él la existencia es algo parecido a un infierno, pues no
quiere echar para adelante con las golpizas de su padre y los insultos de sus
compañeros que le gritan en el recreo: ¡Feo, feo, feo!
Lo suyo poco arreglo tiene, cuando ni
siquiera se imagina la posibilidad de una cirugía plástica o la adopción de una
nueva familia, con lo que la salida más rápida y sencilla parece ser la del
suicidio, la de atarse una soga al cuello y saltar al vacío, pues ésta es, en
principio, la opción que más le gusta, la que eligió; y me refiero a la forma y
no a la idea en sí, pues podía haber pensado beberse una botella de lejía o
amoniaco, cortarse las venas o meter la cabeza dentro de una bolsa de plástico,
tirarse bajo las ruedas de un autobús o a las vías del metro, o saltar al vacío
en un único e irrepetible planeo (y no digo esto por sus orejas desplegadas,
más cuando en el colegio le pusieron el mote del “Avioneta”). Alguna razón
psicológica tiene que haber para elegir entre las modalidades de un suicidio,
pues lo de la soga al cuello es más metódico y estudiado, cuestión
arquitectónica y no debida a un simple arrebato sino a un pensamiento ya
definitivo, fuera de todo impulso, salvo ese último del salto gravitatorio que
es algo físico y natural (aunque hacerlo de Ícaro, en este caso, sería más
apropiado de acuerdo a las leyes de la física); pero lo curioso es que cada
suicida tiene aferrada en su mente, además del hecho de acabar con su vida, la
manera de cómo hacerlo, y si falla, no lográndolo a la primera, lo intenta de
igual forma sin variar el método aunque varíen las circunstancias, como podría
ser cambiar las pastillas rojas por las azules. Todo un mundo el de los
suicidas, muy particular, con su técnica añadida aparte del desequilibrio
mental y el sufrimiento, de la desesperación para decidirse a tomar esa puerta
de escape, de algo que les fue regalado sin querer y en situación desventajosa,
una vida que no se desea y se convierte en pesadilla, tal como le sucede a
Willy a pesar de su corta edad.
También, como una reacción a este problema,
a ese capricho de la genética y el azar, Willy dejó de hablar para no atraer la
atención con el sonido de sus palabras, para no sentirse herido con las miradas
de inspección al toparse con semejante fealdad. Prefiere negar, con el
silencio, todo rastro suyo en este mundo que le duele, que nunca deseó, cuando
llegó de invitado con ese labio leporino y esa cara de monstruo repelente.
Y se encaminó con la soga bajo el brazo
buscando algún lugar, que sólo quería solitario y sin la presencia de molestos
espectadores. Iba por el arcén de una autopista con una sola imagen aferrada en
su cabeza, en la que aparecía él, colgando inerte, sobre un fondo de cielo azul
nítido. Hubiera sido más fácil, en ese momento, echarse a las ruedas de un
coche o un camión, pues a su lado pasaban a gran velocidad, pero esa
alternativa ni siquiera se la planteó, sólo quería sentir la cuerda en el
cuello, el vacío bajo los pies. Vio a su derecha un camino que conducía hacia
una importante industria láctea, y el lugar le pareció perfecto, pues era día
festivo. Una vez en las inmediaciones buscó la manera de entrar, y lo hizo por
un hueco, en una esquina de la parte posterior, lo suficientemente ancho para
que su pequeño cuerpo se escurriera por ahí. Ya había burlado el control de los
vigilantes de seguridad y ahora sentía cierta excitación, pues ya se acercaba
el momento crítico, definitivo, y oteaba aquí y allá para encontrar el sitio donde
atar la soga. Su atención se fijó en unas escaleras que ascendían en espiral,
alrededor de una alta torre, y hacia allí dirigió decidido sus pasos. El cielo
no estaba limpio y había grises nubarrones, cuando su último lugar le atraía
con una fuerza extraña, esa torre de hormigón que se recortaba con su escalera
roja en el espacio, que luego subió hasta la mitad de su tramo. Soplaba un aire
ligero y comenzó a anudar la cuerda, metódico para su edad, preciso a pesar de
los nervios, y en un par de minutos ya tenía todo dispuesto. Se la echó al
cuello y sin pensarlo, mirando hacia abajo, saltó al vacío… Willy aparecía
sobre las escaleras de forma dramática y grotesca, sacando su lengua roja
asfixiantemente, con los ojos bizcos e inflamados por la presión de la sangre
en la cabeza. Estaba a punto de morir, el solitario lugar le miraba indiferente
y sus segundos en este mundo estaban contados. Delante de él, decorando la
escena, en un gran cartel publicitario se podía leer: “Lácteos Sun Life.”
Y cuando ya casi lo había conseguido, en ese
preciso instante en el cual creía que iba a acabar con su penosa existencia,
alguien cortó la cuerda. El chiquillo, tras caer con estrépito sobre los
escalones, miró hacia arriba con su cara fea y gritó furioso: ¡Idiota!
Este
hombre que conseguía que Willy volviera a hablar era Frank O’Kelly, que de
casualidad bajaba por esa escalera acompañado de una mujer.
A merced del mundo estás, si en él estás. (Richard
Lucke)
3.
Exex
se arregló para salir a bailar, con un vaporoso y escotado vestido, un chal de
plumas blancas y zapatos de tacón. Recientemente estaba en Nueva York, con sus
diecinueve años cumplidos, para trabajar en la mejor agencia de modelos, la misma
de las afamadas Fiona Krüger, Pati Austin y Dana Bowles, las diosas de la
pasarela. Se fue sola para la ciudad de los rascacielos, sin conocer a nadie y
con una carta de recomendación de Alfredo Spaci, el diseñador más connotado de
Milán y triunfador en la última gala parisina de la moda, de la temporada
primavera-verano. Llegó con un par de pesadas maletas y con toda su inocencia
virginal, después de terminar el bachillerato en un colegio femenil. Pero
pronto se abrió a la vida y, en ese círculo de divas sin par, empezó a salir
con Yves Belmont, el conocido play-boy y
multimillonario que amasó una fortuna con la venta de productos culinarios
envasados, de huevas de rana, ancas en salmuera y renacuajos en vinagreta, de
la más alta calidad bajo la genuina marca Belmont, y con él, precisamente, era
con quien había quedado en verse en The
Cube, la discoteca más exclusiva de Nueva York.
Tomó un taxi y en un rato estaba frente a la
puerta, donde la mayoría de las personas, vestidas a la última, esperaban la
oportunidad de entrar bajo la mirada atenta de los porteros y las luces de neón
que se reflejaban en la noche con destellos plateados. Pero ella no debía
esperar y rápido se le abrió paso entre la multitud, para con su andar
armonioso, de largas piernas, irrumpir en el hall acristalado de The Cube,
con su mostacho prominente y su increíble hermosura, siendo presa de todas las
miradas.
Mientras tanto, en un reservado de la zona
“vip”, entre la penumbra discotequera y la música electro dance, Yves Belmont hablaba de algún asunto delicado con Frank
O’Kelly, personaje de oscuros negocios, que algo le andaba reclamando al “Rey
de las ancas de rana”:
–Ni se te ocurra pensar que me la vas a
quitar así de fácil –le decía O’Kelly.
–A mí, nadie me da órdenes –le respondió
Belmont, con insolente desdén y aires de superioridad.
–Mira... Conmigo no te quieras pasar de
listo –le advirtió.
–Yo,
lo que quiero lo tomo –replicó–. Más cuando tú no eres dueño de ella –añadió envalentonado,
y al saberse protegido por los dos guardaespaldas que siempre le acompañaban.
–Ésa, es muy mala decisión –le dijo,
amenazante.
–¿Sabes lo que te pasa? –reaccionó Belmont–. Que
estás fuera de lugar… ¡Largo, fuera de aquí! –dijo, moviendo la mano con
desprecio.
O’Kelly hizo intención de abalanzarse, pero
uno de los fornidos guardaespaldas se interpuso empujándole hacia atrás.
–¿Estás
sordo? ¿O qué? –se burló Belmont–. Vete a tu sitio, por ahí en la puerta de los
retretes… –y rió arrogante la ocurrencia.
O’Kelly
le echó una última mirada, inundada de odio, y se marchó sin más opción de la
zona “vip”.
–¡Qué
se habrá creído este tipejo!
Terminó por exclamar Belmont, que se dirigió
hacia una mesa donde le esperaban un par de bellas mujeres y unos amigos, y ahí
se sentó sonriente. Exex no tardó en unirse al grupo cuando, al minuto de la
salida forzada de Frank O’Kelly, llegó con su presencia bigoteril.
–¡Hola chicos! –saludó simpática, con su voz
de ingenua adolescente.
En la oscuridad los flashes parpadeaban en
la pista principal, que estaba repleta de personas bailando, pero ahí, en los
reservados, el sonido no era tan alto y el ambiente asemejaba una bruma
artificial que se teñía de colores. Pati Austin, con su cabellera lacia a lo
rubio platino, se acercó hacia la mesa para saludar, en especial a Belmont que
se levantó (cosa poco habitual en él por su ya conocida petulancia) para
regalarle un beso, suave y casi licencioso, en la mejilla derecha. Exex sintió
algo feo, celosa ella, seguramente por su poca comprensión de la ociosidad
nocturna y experiencia general de la vida, y frunció tantito el bigote; aunque
luego pensó que no sería bueno mostrar así sus emociones y trató de controlarse
sacando una sonrisa, pues no era inteligente dejar ver su desagrado con tan
afamada modelo (por eso de las envidias profesionales, más cuando ella todavía
era una primeriza), por lo que rápido su bella dentadura relució bajo aquel
espeso bigote, arqueándose hacia arriba por el estiramiento natural del labio
superior. Pati Austin se fue, con su andar sensual minifaldero, hacia una mesa
contigua donde le esperaba Adrián Gonsalves, destacado piloto brasileño de
Fórmula 1, mientras que Belmont regresaba para sentarse junto a Exex.
–¡Brindemos por las bellas mujeres! ¡Y en
especial por Exex! –exclamó Belmont, mientras un camarero abría una botella de
champagne Don Perignon.
Alzaron
las copas, con el espumoso y burbujeante líquido contenido, y refrescaron sus
gargantas con la alegría compartida de esa velada, entre sonrisas y canapés de
huevas de rana (de la marca Belmont), caviar, queso francés y diversa variedad de
panecillos hojaldrados. Esex se sintió satisfecha por ser el centro de
atención, aunque fuera por unos segundos, después de que Pati Austin le robara
el protagonismo tras su llegada.
La
reunión se fue animando, entre copas de champagne y alguna que otra raya de
cocaína, hasta alcanzar el grado de fiesta alegre, momento en el que Exex
decidió irse a bailar en compañía y por invitación de un tal Roger, amigo
íntimo de Yves Belmont.
Ella se movía con cierta gracia, con la
elegancia elástica de modelo profesional, pero él, en contraste, parecía más
bien un primate agarrotado, auténtico orangután vestido con traje de chaqueta (de
Giorgio Armani, eso sí), cuando trataba de mantener el tipo con sus torpes
movimientos frente a Exex. La atención en aquella pista, desde luego, era para
esa mujer que alzaba orgullosa su bigote al movimiento de los ritmos
repetitivos de la música electrónica, y algunos hombres, los que tenían el
valor para acercarse, viraban sus pasos envueltos en el baile en dirección
hacia ella, mientras que su acompañante seguía con toda suerte de saltos
simiescos. Pronto se vio rodeada por tres atractivos danzantes, más otro que ya
parecía sobrar, hasta que este último, intuyendo su ridícula presencia, al
terminar la canción tomó la mano de Exex y se la llevó de allí con pretensión
altanera.
Al llegar a la mesa Yves Belmont ya no
estaba, aunque sí el resto del grupo, y Exex miró a su alrededor con la
intención de localizarle, pero sólo pudo advertir que Adrián Gonsalves
permanecía solo en su mesa sin la compañía de la rubísima Pati Austin. Decidió
ir a buscarle, por lo que se excusó con el pretexto de ir al baño, momento que
aprovechó una de las amigas de Belmont para acompañarla. Exex no se pudo negar,
aunque sus intenciones no eran las de hacer pipí (pues las mujeres bellas no
mean), y así aceptó la compañía con tal de echar un vistazo por los
alrededores. Cuando llegaban a la entrada de los baños, Exex resolvió dar
esquinazo a la amiga de Belmont con la típica estrategia de haber visto a
alguien conocido.
–¡Vi a Patrice! –exclamó, y salió corriendo
al encuentro de la multitud.
Exex sabía perfectamente que el remilgado de
su novio era casi incapaz de mezclarse con la gente vulgar, o sea, con los
normales, pues una cosa era ser famoso y pertenecer a la jet-set y otra muy distinta ser un perfecto desconocido, lo que al
final, para él, era una cuestión de clase y eso de juntarse con los plebeyos le
parecía poco estiloso e incluso denigrante, tal como estrechar la mano de un limpiabotas
o un fregador de urinarios. Por esa razón se dirigió hacia la otra zona “vip”,
que era el único sitio, aparte del baño de caballeros, donde podría haberse
metido. El otro reservado era similar, pero sus visitantes solían ser parejas y
no grupos de amigotes escandalosos y gritones, gente que buscaba cierta
intimidad para charlar o que de plano se entregaba al juego de la seducción. La
luz era roja y al entrar el cuerpo y la ropa se teñían de ese color, como si
todos se hubieran bañado en “mercromina”. Algunos se besaban y otros bailaban
sensualmente en pareja. En un rincón pronto vio una cabellera rubia, que ahora
con la iluminación se mostraba de rosa chillón, tal como un semáforo o una
señal cuando te advierten del peligro. Sin duda era Pati Austin, por su
reconocible minifalda y sus impresionantes piernas, que recibía el abrazo y los
besos de un hombre cuyas manos eran idénticas a las de Yves Belmont. ¿Qué
hacer?, pensó nerviosa y con el corazón acelerado. Una de dos, se dijo, o salgo
de aquí con la cabeza gacha y quedo como una tonta (pues ya tenía claro que lo
de irse a bailar con el amigo de Yves, fue una estrategia para escabullirse con
la maldita Pati a ese rincón), o reacciono de algún modo, con algo más de
carácter, para demostrar que soy toda una mujer y algo más que una niñata. Miró
hacia su derecha y vio dos vasos llenos, uno de whisky en las rocas y el otro
de una bebida de las que se preparan con leche y algún tipo de licor, y creyó
más conveniente arrojarle a la cara el preparado lácteo, por eso de la mancha
desagradable y pegajosa, aunque tampoco era de desestimar el escozor en los
ojos de la mayor concentración etílica del whisky, pero supuso que a su novio
traicionero le sería insoportable aguantar toda la noche con un blancuzco
empaste encima.
–¡Yves! –gritó Exex.
A lo que Pati Austin se volvió para mirar,
dejando a la vista el sorprendido rostro de Belmont que en ese instante recibió
una lluvia dulzona, sin que sus guardaespaldas, que vigilaban a la distancia,
lo pudieran evitar. Pati reaccionó y se echó instintivamente hacia un lado,
mientras observaba la acción ofensiva de la bigotuda, pero él, que se quedó inmóvil,
no logró esquivar el ataque. Acabó empapado, con chorretones blancos por el
pecho y la ropa, y con un nuevo tipo de gomina. Ahora, por lo menos, se iban a
enterar de que con ella no se jugaba, aunque debería cambiar su círculo de
amistades. El suceso estaría en boca de todos, cuando el mismísimo Yves Belmont
se veía humillado por una mujer de diecinueve años sin tan siquiera llevarse el
triunfo de su virginidad. Ahora, lo más probable, se reirían a sus espaldas o
al menos sería el blanco de un sinfín de comentarios sarcásticos, con lo que su
cotización de galán iría a la baja.
–¡No sabes lo que has hecho! –alcanzó a
exclamar un furioso Belmont–. ¡Voy a acabar con tu carrera! ¡Bigotuda de
mierda!
–¡Ojalá te mueras, maldito! –le gritó Exex,
para después marcharse dándole la espalda.
Pati Austin, sin saber qué hacer, no tardó
en excusarse, pues desde luego no iba a exhibirse con Belmont en tal estado,
cuando la ponía, por demás, en evidencia.
–Con permiso –dijo, y se fue de allí
tratando de contener la risa.
Exex optó por marcharse y se dirigió hacia
la salida, donde se cruzó con Fiona Krüger a la que saludó con un gesto ligero,
pues caminaba rápido. Luego, bajó el corto tramo de escaleras que terminaba
entre la multitud, y ante el escrutinio de todas las miradas, pues siempre era
espectacular ver a una top model en
carne y hueso, acabó en la calle con la intención de tomar un taxi para
regresar a su casa. No era normal que una mujer tan bella saliera sola de The Cube, sin la compañía de algún galán
o dispuesto y solícito amigo, pero las cosas se dieron así, además no le quería
amargar la noche a nadie, con la excepción, claro está, de Yves Belmont.
Por ahí afuera, apoyado en un coche, estaba
un pensativo Frank O’Kelly que, al ver pasar a Exex, se acercó hacia ella.
–¡Señorita!
Exex miró de reojo, y vio a un hombre vestido
con una americana de color pistache y pantalones negros. El tipo tenía un
aspecto singular, pues no era ni joven ni maduro, con el gesto férreo y
varonil, con una mirada extraña por el hecho de tener un ojo de cada color.
–No es bueno que una mujer como usted, ande
sola en la noche –señaló O’Kelly.
–Sólo voy a tomar un taxi… –dijo, seria.
–Permítame, entonces, acompañarla hasta que
llegue –se ofreció, sonriendo galante.
Exex no tenía ganas de discutir y aceptó el
ofrecimiento sin decir nada, además el tipo le parecía interesante con su
presencia de hombre verdadero y esa mirada fuerte y desigual, la que le
ofrecían unos ojos de color ámbar y otro marrón.
–Me llamo Frank O’Kelly –y le tendió la
mano.
Ella
se fijó en los labios cuando le hablaba, en su rictus cuando entre ellos salía
esa voz masculina, en su mentón rectangular, y sintió un repentino escalofrío y
una contracción entre las piernas, un cosquilleo de placer, algo efímero, como
un soplo nocturno que también le endureció los pezones.
–Yo, Exex –y al juntar su mano con la de él esa
sensación se incrementó.
O’Kelly acercó los labios a su piel, a la
mejilla, y la besó suave, deteniéndose en ese instante. Exex creyó que se le
erizaban el vello del cuerpo y los pelos del bigote. Se quedó casi paralizada y
algo nerviosa, pues nunca había experimentado nada similar, cuando los latidos
del corazón se concentraron en su parte más íntima.
–Ese bigote que tienes te sienta muy bien
–dijo él, sin soltar su mano–, además, eres una mujer impresionante.
Exex respiró hondo, pues parecía que se le
acababa el aire, y alcanzó a llenar sus pulmones con el aroma de ese hombre. Sus
ojos estaban fijos en los suyos, con la atracción hipnótica que desprendían, y
sintió perder la voluntad en el momento en que les iluminó las luces de un taxi,
al que Frank O’Kelly le hizo la señal de alto. El taxi paró. Exex siguió de
pie, mirándole, y O’Kelly la besó en los labios. Luego, entró en el automóvil
sin dejar de mirarle, como lo haría un animalillo indefenso, y él, antes de
cerrar la puerta, le pidió el número telefónico que le entregó después de
apuntarlo con lápiz de ojos en un papel.
El
taxi arrancó y Frank O’Kelly esbozó una sonrisa, a la vez que veía desaparecer
una mancha amarilla en la oscuridad, al final de la calle.
Todo
sucede en un instante. (Saraswati Singh)
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